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Un posible acierto
Escribir una palabra en lugar de otra para que diga aquí, en esta lengua materna, lo que dice allá, en su lengua original. Y no sólo eso, sino una palabra cuyo imposible afán es ser la misma, pero con una lengua de por medio: esa distancia que parece mínima y que es en realidad inmensa, aunque se trate de la palabra más simple y transparente, si acaso en la traducción literaria las hubiera. Tarea altamente propicia para el error, la distorsión y al cabo la traición –se ha dicho tanto–, es internarse en ese espacio del poema original sin correr el riesgo de perderse. Se trata de un viaje en varias direcciones simultáneas que impone al traductor una lectura radical, sin concesiones, que busca y requiere todos los sentidos y matices posibles, por el frente y el envés de las palabras y entre ellas, en su lado preciso y luminoso y en la sombra en que a veces cifran sus sorpresas, su poder inesperado; escuchar lo más cerca posible y con el mejor oído los pulsos de su tiempo –que es ritmo–, y su espacio –que es raíz y aliento de una historia, en un sinuoso ir y venir que a cada paso descubre y trabaja la lengua del original y a cada paso recuerda y cuestiona la propia, en un ejercicio de aprendizaje y memoria de ambas lenguas que no termina nunca. Hacer ese viaje que tampoco alcanza del todo su destino –la cabal y absoluta comprensión del original–, ni en rigor logra del todo su regreso –el texto que desemboca en la lengua receptora, la materna, pues éste siempre llegará, en el mejor de los casos, sutilmente maltrecho, discretamente mutilado, desleídas las vetas de sus colores y sonidos, romas las finas aristas de sus matices y tonos. Y es que de la lengua original el traductor siempre sabe menos de lo que de ella y en ella sabe y siente el autor al escribirla, al tiempo que, en el otro extremo, descubre su propia lengua incesantemente en entredicho. La traducción, y más aún la de poesía, es siempre porosa y equívoca, pues mientras el original está en su elemento, pleno aun en sus fisuras y huecos, el texto que genera es una constante zona de duda, un terreno movedizo, inestable, ambiguo. Al final, el pretendido espejo de la traducción inevitablemente distorsiona a las dos lenguas que en él se miran, pues su encuentro pone en evidencia la condición humana que se organiza y articula en ellas, que es la que las une y, en su expresión, las diferencia. En rigor, no hay equivalencias absolutas; la naturaleza de las lenguas lo impide; pequeños matices generan entre ellas enormes diferencias.
Pero ¿no precisamente se trata de eso, de las diferencias que se encuentran? La traducción es el arco mismo del diálogo superior de las diferencias; por la traducción es visible al menos el contorno del espíritu que sopla en el misterio del Otro. ¿Y no es esa otredad y su distancia lo que seduce y somete al traductor a una tarea imposible, dicen algunos, Dante, por ejemplo, aunque necesaria, incluso imprescindible, dicen otros, como Nietzsche y Goethe?
En un viaje de esa magnitud –que cabe en una página con digamos veinticuatro versos– es imposible no perderse. Sin embargo, en su condición de error inevitable y perpetuo, la traducción, y no sólo la literaria, inaugura también los espacios del posible acierto, que no es poca cosa cuando se trata de la comprensión del Otro. Ese yo mismo a sus ojos.
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