Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Soneto
Ricardo Yáñez
Ciego Dios
Alfredo R. Placencia
Alfredo R. Placencia,
del dolor a la alegría
Raúl Bañuelos
Entrevista con
La Santa Muerte
Fabrizio Lorusso
Gonzalo Rojas:
eso que no se ve
Ricardo Bada
Hambre de México
Gonzalo Rojas
La Revolución árabe y la política del imperialismo. Un debate necesario
Pedro Fuentes
Javier Sicilia
y otras cuestiones
Marco Antonio Campos
Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz
Paso a Retirarme
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Bemol Sostenido
Alonso Arreola
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Chocarrerías monárquicas
Un conflicto (internacional, político, personal, religioso, social en cualquiera de sus tónicas) es pasto favorito del bovinismo televisivo. El pretexto de la simultaneidad es perfecto, el mundo un escenario global; en la era de las comunicaciones, lo que pasa, sea en la casa de al lado o en las antípodas, puede –y debe, so pena de romper con los cánones de lo inmediato y ubicuo, o sea, de lo moderno– ser recopilado, reporteado, retransmitido, repetido hasta la pronta saciedad del minuto, porque allí, en el umbral de lo próximo posible, se arracima ya la siguiente gran noticia. Lo que menos importa, por cierto, es que el caudal propicie la trivialización de lo atroz, lo inhumano, lo brutal que se exhiben como rosas negras del instante, fugaces picos de audiencia que es lo único que importa, porque entre más fuego haya a cuadro, entre más sangre o explosiones o gritos o golpes o muertos, tanto mejor, que morbo vende. Algunas muy contadas ocasiones –hay por ahí una conductora de noticias que lo resalta como alivio en el tráfago diario de brutalidad y acrimonia: “También hay información amable”, como si nos obsequiara un poco de alivio al filón de violencia con que nos bombardea la televisora para la que trabaja–, la sustancia de lo noticioso cambia a lo chusco, lo anecdótico, lo novedoso o lo conmovedor, esto último casi nunca, quién sabe si porque los televidentes ya no nos conmovemos fácilmente o porque las noticias de lo humano, del sentimiento, de la compasión, no son noticias: sin morbo no hay ventas. A menos que se trate del Dalai Lama o de la boda del heredero al trono inglés, cosa que parece haber cimbrado más a buena parte de la teleaudiencia que alguno de los terremotos recientes. Quizá, para no deslucir la resplandeciente ceremonia de los príncipes, Freud no andaba tan desatinado cuando dijo que “todo lo que hace crear lazos emotivos entre los seres humanos, todo lo que civiliza, toda la educación, todo arte y toda competición por lo mejor, trabaja contra la agresión y la muerte”.
Es de dudarse que la boda de un príncipe ponga contento a todos sus súbditos en el Reino Unido. Es cosa sabida que a pesar de la admiración que le profesa mucha gente a la Corona, buena parte de la ciudadanía británica detesta la sola mención de la palabra “monarquía” y mucho empeora la cosa ante la inconmensurable fortuna que la tal boda de cuento de hadas le costó al erario inglés. Puesta la cosa en el escenario internacional, donde la enfermedad, la hambruna, la pobreza, los desplazamientos causados por guerras fratricidas –allí Costa de Marfil–, por deliberadas políticas de genocidio, como en Palestina, o por mera impericia y obcecación rabiosa, como en México, una boda de príncipes es una auténtica bofetada en la jeta de la humanidad. Pero esto la televisión lo omite: lo que importa es el fasto, que la vasta masa suspire ante lo que nunca será ni tendrá para sí. Es circo y cuento de hadas en una genial y renovada oportunidad para que las televisoras mexicanas, esos largos brazos de la demencial propaganda oficialista, articulen una intensa campaña de distracción –a la que se suman el futbol, las luchas, algunos inanes cotilleos políticos o los chismes de la farándula de siempre, sin hacer a un lado la ventajosa ramplonería de los programas de humor vulgar y chocarrero o los de concursos para idiotas. Un príncipe hijo, además, de la ex princesa adorada por su ecuménica bondad y llorada por lo imprevisto –aunque previsible– y accidentado de su muerte, tuvo a bien casarse. Y vaya sarao, vaya circo que se montaron los medios, cosa más o menos comprensible entre los ingleses, por antonomasia ligados al suceso, pero peculiar, por decirlo de modo amable, en un país como el nuestro, tan históricamente refractario a la monarquía, pero dialécticamente siempre alelado ante sus fastos. De cualquier manera inane al devenir cotidiano mexicano, la boda del príncipe William tuvo al menos el enjuagador efecto de llevarse buena parte de la opinión pública lejos del oprobio parlamentario que oscurece el horizonte de la libertad y los derechos humanos en México: pesa más en el ideario colectivo el jolgorio de una realeza remota –a la que los mexicanos le importamos un pito– que la atrocidad de insacular el instrumento jurídico con el que el tartufo presidente de este país, encarnando un redivivo Gustavo Díaz Ordaz, se despache con la cuchara grande de la represión. Vale más el oropel y la fantasía momentánea que volver aciago el futuro al volverse al México de 1967.
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