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Hugo Gutiérrez Vega
Memorial de Lagos de Moreno
Hace poco regresé a Lagos de Moreno para recibir un generoso premio llamado Mi ciudad. La ceremonia se celebró en el hermoso teatro Rosas Moreno. Hice un breve discurso de agradecimiento (me lo agradecieron por su brevedad) en el que recordé algunos momentos de mi infancia en Lagos, entre otros el de mi encuentro con ese poeta sencillo y laberíntico a la vez, y más interesado en describir el halo, la vibración lumínica que rodea a las cosas que las cosas en sí. Mi abuela me había dado a leer unos poemas de don Francisco González León, boticario de Lagos, publicados en una revista de Guadalajara por Alfonso de Alba. Yo tenía nueve años, pero (y este pero es injusto, pues los niños tienen una inteligencia mayor que el tiempo, la soberbia y la vanidad les van mellando) leí los poemas y me entusiasmaron. Un mediodía de clima templado me aposté en la esquina de la parroquia para cazar al anciano poeta cuando regresara a su casa para comer el caldo con carne y verduras, el arroz, el guisado, los frijolitos (así con cariño de mexicanos del rancho) con jocoque y las tortillas hechas a mano y recién salidas del comal. Lo vi levantarse de la banca en donde tenía su tertulia con otros maestros del famoso Liceo del Padre Guerra y con algunos personajes pintorescos como don Agustín Padilla y el inefable Miguelito copetón. Apresuré el paso y me planté frente a don Pancho. Le espeté a bocajarro el fervorín que desde hacía varias semanas venía rumiando: “Señor, yo sé que usted es poeta.” Me acarició el pelo y me dijo, con una amable sonrisa: “Sí hijito, pero ya no lo volveré a hacer.” Los dos nos reímos y lo acompañé hasta la puerta de su casa que, para mi desgracia, estaba a unos cuantos pasos de la plaza. Le dije un fragmento del poema que dedicó a su novia de la escuela: “Sus manos, lenidades de paloma,/ sus manos escolares que me empeñé en besar,/ sus manos que exhalaban el aroma,/ de un lápiz acabado de tajar.” Me dio la mano con afectuosa seriedad y lo vi entrar a esa casa de la que amaba el silencio, la penumbra y las rendijas por las que el sol pintor creaba sus combinaciones de colores tenues. Muchos años más tarde leí el prólogo que López Velarde escribió para Campanas de la tarde. Le dice “monje de emociones intermedias” y afirma que la originalidad poética del boticario laguense es “la de las sensaciones”. Además lo nombra “poeta consanguíneo”. Tiene razón: ambos poetas se hermanan a través de las metáforas naturales y de los adjetivos precisos y originales.
Recordé en mi discursito a Rosas Moreno, el fabulista genial, el primero en preocuparse por el olvido que sufría sor Juana Inés de la Cruz (su obra de teatro sobre la monja novohispana, “décima musa”, abrió muchas puertas para el estudio de la obra de nuestra inmensa poeta barroca). Hablé, además, de don Mariano Azuela, el verdadero iniciador de la novela de la Revolución, el prosista maestro de la naturalidad que, en sus últimos años, escribió una novela llena de audacia experimental, La luciérnaga. Su memoria me llevó a los terrenos espirituales y cívicos del licenciado Primo de Verdad y Ramos; al fuerte del Sombrero, donde murió nuestro héroe insurgente Pedro Moreno, y a la inmensa sabiduría histórica y el valor literario de don Agustín Rivera y Sanromán, canónigo que perdió su canonjía por ser liberal, juarista y republicano (hace unos días releí su delicioso texto sobre un viaje a Roma. En él conviven la figura tremenda del Papa y el sencillo deleite de un helado de limón paladeado en una nevería cercana a la Piazza Navona).
Hablé además de un gran pintor laguense de genio original y de vida atormentada, Manuel González Serrano, y de un notable compositor que escribió un poema sinfónico dedicado a Lagos, de clara influencia francesa, Antonio Gómez Anda.
Pasé el día siguiente en la casa del jazminero y del naranjo, al lado de mi querido amigo Carlos Helguera (gran escultor, violista, pianista y hombre bueno si los hay). Comimos con mi tía Conchita Anaya y se nos vinieron encima, como tormenta de verano, los recuerdos. Lloramos un poco pero nos ganó la risa.
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