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Ana García Bergua
Mamá y los marcianos
Para Ali
Como muchos exiliados de la Guerra civil española, mi madre, Alicia Bergua Grasa, fue atea y comunista cuando ambas cosas iban inevitablemente juntas. Tanto materialismo, sin embargo, se vio siempre compensado por una especie de fe en los platillos voladores y los marcianos. Cuando éramos niños, en los años sesenta, mamá veía todas las series futuristas de moda, desde Viaje a las estrellas hasta El túnel del tiempo, pasando por la inquietante Los invasores, luego de la cual estirábamos el dedo meñique para hacernos pasar, malignamente, por extraterrestres-espías. En las noches, vestida con sus modernos mallones como los del doctor Spock, nuestro héroe, mamá miraba a las estrellas sentada en el balcón, me imagino que esperando la llegada de alguna nave espacial que le cumpliera alguno de los milagros que era tan proclive a inventar. Uno de ellos era la medicina para lograr la inmortalidad que, me aseguraba, en un futuro existiría, cuando yo le confiaba mis terrores de niña; otro era la cura contra todas las enfermedades que desde siempre atacan al género humano o la desaparición del hambre en el mundo, vía unas pastillas nutritivas como las de los astronautas. Fue ella la que le dio permiso a mi hermano Jordi de decorar con plumón el clóset del cuarto de los niños como nave espacial. Cualquier otra madre hubiera obligado a limpiar al pequeño escenógrafo –entre otras cosas, porque el tablero de control impedía poner ahí los suéteres–, pero ella no: tuvimos el Enterprise en el ropero durante muchos años.
Una tarde en la que estaba en casa el entrañable José Luis González de León, uno de los miembros de Nuevo Cine y gran amigo de mi padre, vimos con gran sorpresa elevarse al cielo, desde el cercano Junior Club, un objeto redondo y brillante. Fue un momento mágico para mi madre. Pero ni el chasco de saber que vivíamos en el curioso país donde de vez en cuando fluían al cielo unos objetos llamados globos de Cantoya acabó con su fe inalienable en las cosas del Universo, que de alguna manera nos transmitía: cuando me contaron que mi abuela paterna –quien era, por su parte, comunista y espiritista– había dado cobijo en su vecino departamento a un grupo de menonitas, lo primero que pensé fue que eran un tipo de extraterrestres.
Más tarde, luego de que todos partimos de su casa como satélites espaciales, mamá cada tanto nos llamaba para contarnos que habían descubierto tal o cual cosa en Mercurio, Venus, Saturno o Marte, ya fueran gases misteriosos, partículas prometedoras o gotas de agua pretéritas, para seguir con la frase: “¿Te imaginas?” y añadir algo que acercara el espacio lejano a nuestras vidas.
Cuando comenzaron a correr las historias sobre el OVNI que había caído cerca de la base militar de Rockwell en Estados Unidos en 1947 y los cadáveres marcianos celosamente ocultados por la NASA, mamá, por supuesto, no quedó al margen: noche tras noche llamaba para insistir, con las pruebas en la mano –que incluían, por supuesto, los reportajes del inefable Jaime Maussan–, en la existencia de aquellos marcianos secuestrados por los representantes del capitalismo voraz. Ahí está la foto, decía, tienen la cabeza más grande que nosotros porque son más inteligentes. Nosotros nos reíamos, le decíamos que eran patrañas, pero su fe en los marcianos era inamovible, al igual que su fe en los chinos, de la que nunca se apeó, ni con la matanza de Tian An Men, ni cuando aparecieron los reportajes del trabajo esclavo en China. De alguna manera, los marcianos eran parte de su creencia irrefutable en sociedades súper científicas e igualitarias, en la que mamá fue dogmática hasta la locura, tanto como era generosa y frugal. Tenía también un conocimiento vasto del idioma castellano que hacía de ella una correctora de estilo temible y mantenía vivas palabras muy antiguas, escuchadas en Ejea de los Caballeros, el pueblo aragonés donde nació.
Poco antes de morir en octubre del año pasado, cuando entró en la fase de delirio, mamá me declaró que estaba muy enojada conmigo porque no la había dejado subir al avión. Nunca sabré quién me hablaba en ese momento, qué parte de mi madre en qué parte de su vida, ni a qué avión quería subir desde su cama del hospital. En todo caso, agradecí aquel delirio que la alejó de la conciencia de la muerte. Ahora, cuando pienso en ella, miro las estrellas y deseo que haya partido, aunque fuera en su cabeza, a bordo de una nave espacial con el guapo y gatuno doctor Spock.
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