Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de febrero de 2011 Num: 832

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La escritura al margen
Adriana Cortés entrevista con Clara Obligado

Los secretos revelados del romano Palacio Farnesio
Alejandra Ortiz Castañares

Remedios Varo:
poesía en movimiento

Guadalupe Calzada Gutiérrez

In memoriam (1975)
Héctor Mendoza

Héctor Mendoza,
la espiral y el laberinto

Miguel Ángel Quemain

El quehacer escénico de Héctor Mendoza
Juan Manuel García

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Jorge Moch
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La estupidez de Richard Hammond

Me queda claro que el presentador inglés de televisión Richard Hammond es estúpido. Simpático la mayor parte del tiempo, pero estúpido. Cualquiera que exhibe un accidente automovilístico para ganar público es estúpido. Lo mismo que James May y Jeremy Clarkson, con quienes conduce Top Gear, ese programa inglés sobre automóviles, producido por la bbc que alguna vez fue materia de esta columna (La Jornada Semanal núm. 718, /7/XII/2008, si se dispensa la pedantería de la cita), y es que se necesita ser profusamente frívolo para dedicarse por años a rendirle culto a algo tan somero como el automóvil. O a sí mismo. Precisamente por lo superficial de su contenido y por la frescura, el desparpajo y la insolencia de sus conductores Top Gear no es más que eso, una revista automotriz aderezada con humor negro, continuas puyas y un muy inglés sarcasmo. Eso basta para ser uno de los mayores éxitos de teleaudiencia de la cadena británica.

En Top Gear se habló mal de México y de los mexicanos. Más allá del chiste, se nos insultó con saña estereotipada. A propósito de la reseña de un auto fabricado en Toluca, resultamos, en el juicio de Hammond, una recua de panzones, holgazanes y pedorros. A May la cocina mexicana le parece malísima. Clarkson admitió que los comentarios estaban pasados de tueste, pero adujo que de todos modos el embajador mexicano no diría ni pío por estar echando la siesta. Del auto mexicano no se dijo nada; se trata de un biplaza deportivo de cuatro cilindros que cuesta una millonada y lleva por nombre el apellido de su diseñador: Mastretta. May le cambió el nombre a “tortilla”. Callaron la historia de Daniel Mastretta y su hermano Carlos, y callaron que el auto fue llevado al Salón Internacional de París a instancias de un inglés. Es obvio que Hammond no conoce muchos mexicanos, que May nunca ha probado la gastronomía auténtica mexicana (no son pocos los europeos o estadunidenses que creen que un Taco Bell es comida mexicana) y Clarkson, bueno, quizá Clarkson sí conoció a nuestro embajador. En lo de gordos, además, Hammond tampoco andaba muy errado.

De ambos lados la desmesura. De uno, con la presunta vena del humor se valida el escarnio, se trasunta un mal disimulado menosprecio racista y se exhibe una penosa ignorancia nacida de la arrogancia y en la arrogancia del prejuicio, nada nuevo viniendo de la pérfida Albión, que hoy va por el mundo agitando la banderita de la igualdad, pero históricamente y para otros países ha sido flagelo de racismo y xenofobia. Del otro, el berrido patriotero, el sainete, la perversa adjudicación de un renovado escándalo en los medios que siempre será útil para disimular la ineptitud del régimen y sus sanguinarios desbarros, nada nuevo en este (des)gobierno que va de un tropiezo a otro, incapaz de sacar al país del marasmo en que lo ha sumergido con sus yerros e iniquidades.

Lo curioso o verdaderamente anecdótico de los epítetos de Hammond, May y Clarkson radica no en la raposa exuberancia de sus dichos, que no hacen más que demostrar que de México sólo conocen la estampa, el detrito, la caricatura, y que no tienen la más pinche idea de lo que es este país, sino que dieron al clavo con la estampa lastimera de un embajador dormido, porque se trata de quien como procurador de justicia de la República hizo todo menos precisamente eso, procurarla, hacer su trabajo, servir al pueblo.

Ah, pero qué magnífica oportunidad para poner el grito en el cielo, hacer una contracampaña de medios con que lavar un poco la porquería del rostro mexicano, con tanto muerto, tanto secuestrado, tanto balazo. A falta de un escándalo de farándula, uno de diplomacia. De cantantes de Televisa acusados de abusar de ninfas cazafortunas, a desgarros diplomáticos causados por el humor racista, a ver cuál va a ser el próximo escándalo televisivo con el que se distraiga a la realidad nacional de sí misma. La vena creativa se agota.

Es cierto, Hammond no hizo más que exhibir su estulticia, May su ignorancia y Clarkson su ya conocida vulgaridad, pero ver a Eduardo Medina Mora convertido en embajador es algo rayano en esa dialéctica frontera entre lo rabioso y lo jocundo; verlo convertido en embajador de México ante el Reino Unido francamente es de dar pena ajena; algo que de haber sido platicado como chiste de coyuntura política hubiera causado más de un entrecejo fruncido. Un mal chiste escrito por los guionistas de Top Gear. El Mastretta, por cierto, nunca hubiera esperado tanta publicidad gratuita.