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Germaine Gómez Haro
Materia, alma y espíritu en el arte de Manuel Mendive
Manuel Mendive (La Habana, Cuba, 1944) comenzó a exponer en su ciudad natal a principios de la década de los setenta, pero fue en 1986, en el marco de la Segunda Bienal de La Habana, cuando se dio a conocer internacionalmente al recibir el premio por un trabajo fascinante que combinaba varias técnicas como el body art –aplicado sobre esculturales cuerpos de hombres, mujeres y animales–, la danza, la música, la pintura y la escultura. Con este proyecto, Mendive se convirtió en precursor del performance en el panorama del arte contemporáneo cubano.
A partir de entonces, la trayectoria artística de Mendive ha tenido gran redundancia a nivel internacional por la belleza estética de su obra, por el poder de seducción que emana de su temática relacionada con la tradición y la vanguardia de la cultura afrocubana, y por la creación de un lenguaje propio que ha prevalecido a lo largo de un cuarto de siglo siempre fresco con innovaciones técnicas y conceptuales. Actualmente se presenta en el Museo José Luis Cuevas la exposición La luz y las tinieblas, su proyecto más reciente que tiene en nuestro país su sede inaugural. La muestra está integrada por varias series pictóricas, esculturas e instalaciones que invitan al espectador a aventurarse en un recorrido imaginario por los diferentes estadios de la vida, desde el silencio del amanecer de los tiempos hasta la turbulencia de nuestra época actual, a través de la dialéctica de la vida y la muerte, metáfora que queda plasmada en el sugestivo título de la muestra.
En términos similares a su colega y compatriota Wifredo Lam, el arte de Mendive abreva en las fuentes primordiales de las raíces afrocubanas y busca en la sabiduría filosófica de los ancestros los tópicos que han nutrido su vasta obra, en la que destaca la carga sincrética que se origina de la fusión del África negra con la España católica, fundamentos principales de la cultura cubana. Si bien las constantes referencias a la santería, la Regla de Ocha y la regla de Palo Monte (principales prácticas de la religión yoruba) están presentes en todo su trabajo, su arte va más allá de la mitología y se inserta en el lenguaje poético de la sugerencias y el misticismo. Su mundo pictórico es a la vez paradisíaco, misterioso e inquietante, pues está conformado por un mosaico de imágenes insólitas que brotan del inconsciente colectivo, de los sueños, y, paradójicamente, de la realidad cotidiana.
Como bien escribe Darys j. Vázquez Aguiar en la presentación del hermoso catálogo que acompaña la muestra, el artista cubano “deja a un lado las inútiles formas de la materia para concentrarse en la obra como fluido de energía, porque piensa que sólo a través del sentir llegaremos a entender”. Efectivamente, a través de sus espectrales e inasibles personajes de cuerpos estilizados y cabezas prominentes, inmersos en extrañas escenas que remiten a rituales y prácticas ocultas, Mendive propicia en el espectador el estado de contemplación y arrobamiento que emana de lo sagrado. La exposición inicia con una serie de pinturas casi monocromáticas, en las que predominan los negros, blancos y sepias, y la carga cromática va in crescendo hasta alcanzar la fuerza colorística que lo caracteriza, y que es a la vez metáfora de la vehemente naturaleza vegetal de la isla, de su intensa luminosidad y del azul profundo de su mar. Tierra, fuego, aire y agua, los cuatro elementos que representan las fuerzas creadoras del universo, se funden en una comunión ritual con los animales, formas humanoides y plantas para crear personajes híbridos que aluden al diálogo del hombre terrenal y las energías o seres celestiales (los égungun) y las deidades del panteón yoruba (los orixás), cada uno de éstos vinculado a un santo de la religión católica.
Manuel Mendive es un artista con aché, como se dice en el lenguaje coloquial cubano: un hombre con “poder” en el sentido espiritual del término, con un talante cautivador, cuya fuerza interior se despliega en su imponente físico y en la dulzura y serenidad que irradia al hablar. Tuve la fortuna de conocerlo hace unos años en su casa-estudio ubicada en El Cotorro, a las afueras de La Habana, donde vivía rodeado de aves, peces y perros en un “solar” lleno de magia enclavado en una suerte de paraíso terrenal. Su obra actual no es más que el espejo de ese jardín interior que ha sabido cultivar con dedicación, sabiduría y humildad. Un personaje y una obra inolvidables.
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