Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de febrero de 2011 Num: 832

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La escritura al margen
Adriana Cortés entrevista con Clara Obligado

Los secretos revelados del romano Palacio Farnesio
Alejandra Ortiz Castañares

Remedios Varo:
poesía en movimiento

Guadalupe Calzada Gutiérrez

In memoriam (1975)
Héctor Mendoza

Héctor Mendoza,
la espiral y el laberinto

Miguel Ángel Quemain

El quehacer escénico de Héctor Mendoza
Juan Manuel García

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Héctor Mendoza, la espiral y el laberinto

Miguel Ángel Quemain

La ausencia física de Héctor Mendoza (Apaseo Guanajuato, 1932-Ciudad de México, 2010) convoca a revisar las consecuencias de su trayectoria vital y artística en la cultura mexicana, en particular en el teatro –entendido sobre todo como el arte de la puesta en escena–, en la docencia y la literatura dramática.

Héctor Mendoza posee los atributos de un fundador: la certeza siempre pública y publicada de la pertenencia a una tradición, fincada en el pasado nacional y en la tradición clásica y moderna, una línea de pensamiento que se sostiene en un corpus teórico-práctico que anima y sitúa su discurso en el orden de lo contemporáneo, una postura ética que deviene horizonte y posición política, un conjunto de seguidores entre los que están, sobre todo en la logística teatral, asistentes, actores, partícipes directos e indirectos en las producciones, incluso periodistas que se afilian al maestro y siguen uno a uno sus montajes y declaraciones y, lo más notorio, enemigos dedicados, con su discurso o su quehacer, a negar las propuestas del fundador.

Mendoza, fundador y visionario

Hay dramaturgos mexicanos que sostienen, con pertinencia, que lo menos interesante de su obra está en su dramaturgia, sobre todo porque está condicionada a una pedagogía de la puesta que al momento de ponerse en escena se diluye como dramaturgia y queda sólo como lección escénica. Habría que decir en descargo que el concierto de sus ideas literarias anticipa temáticamente la narrativa renovadora que caracterizará los años sesenta: Las cosas simples, por ejemplo, es una obra que revela muchos de los temas que aparecieron en la literatura por venir de entonces.

Lector ávido tanto de autores clásicos (“soy un creador escénico y no un servidor pasivo del texto”) como contemporáneos Mendoza definió sus filiaciones tanto al interior de la dramaturgia como de la narrativa y la poesía, La historia del teatro lo sitúa en el horizonte renovador de las metodologías, la experimentación y la definitiva ruptura con la dramaturgia exclusivamente literaria para colocarlo en la escénica y hacer triunfar al director como dramaturgo/demiurgo. Habría que colocar sus ideas estéticas como parámetro con la narrativa, la poesía, la crítica y el ensayo de su momento para entender las visiones que sobre lo contemporáneo se produjeron en México en la segunda mitad del siglo XX.

Mendoza, lector voraz y melómano

La música y la literatura fueron las coordenadas que le dieron rumbo a su creación. Sus ideas literarias, los temas de su interés vivieron en consonancia con el desarrollo de la literatura en el siglo XX que siempre fueron de un vanguardismo excepcional, fuera de las mimesis y las modas que permearon una buena parte de la narrativa, la poesía y el ensayo mexicanos. Si se pudiera separar de manera tajante un aspecto de otro, me arriesgaría a decir que su pedagogía teatral corría por otra vía y no se despegó nunca de las condiciones teatrales nacionales, aunque sabemos que muchas veces soñó despierto, sobre todo cuando ocupó cargos que le permitieron orientar el rumbo de las producciones nacionales, los programas de estudio, la formación de los profesores y las líneas de investigación teatral.


Fotos: Héctor Mendoza y sus obras

Escritor y actor, Hugo Gutiérrez Vega recordaba hace algunas semanas en estas páginas parte de las aventuras vividas en la Casa del Lago, la que le tocó dirigir a mediados de los setenta, época en la que Mendoza dirigió el CUT. Bajo esa égida, en la Casa del Lago surgieron montajes inolvidables deudores de la tradición de Poesía en voz alta, que irradiaron la escena universitaria nacional por su libertad y la defensa de la libertad de expresión.

En la presentación del libro Para vivir el teatro (UACM, 2008), de Esther Seligson, Gutiérrez Vega recordaba que una de las grandes contribuciones de ese momento fue la posibilidad de enfrentar la censura y abolir la autocensura en el ámbito de las artes, no sólo teatral, a pesar de la atmósfera de escarmiento que se intentó inocular inútilmente después de los sucesos de 1968.

Las identidades de Mendoza

La personalidad, la conducta y las intencionalidades de Mendoza formaron parte de su biografía artística. Si bien él se empeñó en que su hermetismo y su reserva garantizaran la atención en su obra, no pudo evitar la fascinación amorosa y fetichizada de toda una generación de actores, las del centro Universitario de Teatro de principios de los setenta que consideran que todo lo que saben se los enseñó Mendoza. Sin duda se trata de un acto de gratitud, pero en muchos momentos tiene también algo de marioneta animada por el aliento del sabio Gepeto de la escena que no deja de fascinarse con sus creaciones.

El legado de Héctor Mendoza le llega a las nuevas generaciones de estudiantes de teatro arropado con una mitología cultural que se repite generación tras generación como un acto ritual de lo fundacional. Como si se recitara una cosmogonía. Poesía en voz alta fue y será ese espacio del que se desprende una ruptura con los viejos estilos y preceptivas de las escuelas teatrales de la primera mitad del siglo pasado y cuyo sentido y rumbo explica magistralmente Luis de Tavira, con elocuencia tan fascinante como la de su maestro.

Octavio Paz le dijo a Esther Seligson que Poesía en voz alta “se trataba de una confabulación, para decirlo con palabras de Arreola, entre escritores (Diego de Mendoza, yo mismo), pintores (Soriano, Leonora), directores (además de Mendoza estaba José Luis Ibáñez) y actores, con la intención de poner en escena tanto el teatro de vanguardia como de rescatar la tradición hispánica. Se trataba de un grupo inteligente y rebelde que debió enfrentarse a dos obsesiones reinantes: el realismo y el nacionalismo. Sin Poesía en voz alta no se conciben muchas de las cosas del teatro actual en México, no sólo por haber postulado la experimentación a partir de las experiencias de la vanguardia, sino porque también experimentábamos con nosotros mismos, siempre al servicio del texto.” (La Cabra, III época, octubre, 1978, núm. 1)

En la recolección de testimonios que Columba Vértiz hizo para la revista Proceso (1783), hay uno particularmente interesante por su crítica honesta al devocionario de Poesía en voz alta. Dice el dramaturgo Hugo Hiriart que si volviéramos a ver esos trabajos serían incomprensibles para nosotros, serían como un montaje “de prepa o secundaria”. Agrega también un aspecto que serpentea líneas atrás pero que Hiriart dice con todas sus letras: no le gusta de Mesa la sujeción de los alumnos, que también caracterizó a Margules (a mí me parece parte de la Novela familiar que se repite en todas las escalas de las jerarquías emocionales en la vida teatral): “Les puedes enseñar lo que sabes de teatro a alguien en seis meses, y si lleva tres años, ya lleva una dependencia terrible y eso le permite al director una especie de dominio y de autoridad, me parece poco pedagógico, no me gusta, pero bueno, cada quien.”

Aunque en las antípodas de la dependencia que refiere Hiriart hay certezas como la que una gran actriz, Julieta Egurrola, expresa a propósito de su vocación y del camino que abre un maestro: ella afirma que no hay un método de Héctor Mendoza, no hay un método mendocino: lo que hay es una manera de entender la vida; el método, en todo caso, sería: “la manera de vivir el teatro, de hacerlo, de comprometerse” (Proceso 1783, p.60). Pero sobre todo hay un acto epistemológico, llamémosle así, que Mendoza provocaba en sus alumnos: la certeza de ser un actor. Sin esa duda, el camino del teatro se volvió transitable para una generación que parece irrepetible.

Héctor Mendoza elabora un recuerdo de Fiona Alexander (quien trabajó en México entre 1973 y 1982) a propósito de un homenaje exquisito que le rindieron también el poeta Hugo Gutiérrez Vega y el dramaturgo Juan José Gurrola, en Escénica (núm. 2, 1982). Al margen de la fascinación que le provocó a Mendoza su quehacer, una de las ideas que asocia sobre su vínculo es que “la amistad que se da en las relaciones de trabajo, me parece a mí muchísimo más confiable como medio de conocimiento que la de cualquier otro tipo”. Sabe Mendoza que ese no fue un atributo exclusivo de esa relación, pero me parece que lo expone para jugarse la idea de que el amor perdurable está del lado de la creación, que la vida está en otra parte.

Mendoza, que se consideraba terco y orgulloso, logró construir un antídoto contra la necedad que campea en gran parte de la llamada producción cultural. ¿En qué consistió?: en alojarse en el corazón mismo de la discusión, la pedagogía, el disenso, el debate, en la universidad donde cumplió cuarenta años de docente en 2010 y que vio pasar y quedarse, hay que decirlo así, lo mejor de su trabajo pedagógico.

Lo mejor de sí mismo fue lo imprevisible de su pedagogía. No contamos con un voluminoso tratado sobre su reflexión técnica, pero sí tenemos las obras teatrales que lo testimonian, también las generaciones que aprendieron, como dice De Tavira, con “la fuerza del arte vivo”, cambiante y que se enriquece generación tras generación.

El nombramiento de Mendoza al frente del CUT significó una ruptura con las ideas y el teatro que se promovió en su fundación. No suele decirse que el propio dramaturgo rompió con sus orígenes y una mitología teatral de la que también forma parte Teatro en Coapa.

El director Germán Castillo reflexionó (Sábado, suplemento de unomásuno, 3/04/1986) hace algunos años sobre esa realidad académica. Su vigencia asombra y apesadumbra: “El Centro Universitario de Teatro, fundado por el maestro Héctor Azar como un centro de extensión de la cultura teatral, fue convertido en 1973 por el maestro Héctor Mendoza en un centro para el entrenamiento de actores; lo reestructuró. Dos años después se estrenó el espectáculo In memoriam con el que se presentaba a la comunidad una primera generación de actores formados en ese centro: los nombro porque todos ellos son ahora significativos para el teatro universitario: Rosa María Bianchi, Julieta Egurrola, Margarita Sanz, Lucía Pallés, José Caballero, Carlos Mendoza, Jaime Estrada y José Luis Cruz.

Extrañamente, con estos ocho actores de la primera generación prácticamente se cerró el surtidor, por causas que habría que analizar detenidamente. A partir de ahí sólo han egresado del CUT individualidades brillantes que, por causas que también habría que investigar, casi en su totalidad y con la notable excepción de Jesusa, han sido asimiladas por la industria del espectáculo: los cito en afán de precisión: Jaime Garza, Blanca Guerra, Tina Romero, Jesusa Rodríguez y Humberto Zurita… desde el ’82 a la fecha no es fácil detectar en el medio a los egresados del Centro.

Cómo me gustaría en esta oportunidad recorrer y caracterizar cada una de sus obras, o por lo menos de categorizar las grandes tendencias de un teatro vivo durante medio siglo, pero no es tarea de uno solo. Pienso que nos corresponde a todos y eso se espera del homenaje venidero que instituciones académicas y culturales organizarán este año.

Es importante referir el trabajo que Josefina Brun –acompañada de la sabiduría, la audacia y la irreverencia de Esther Seligson–, hizo en 1983 sobre la obra de Mendoza en un número extraordinario de la Revista de Teatro de la UNAM (Primera época, núm. 3, marzo, 1983) donde se pasa revista desde los años cincuenta al cierre de esa edición con un material gráfico que merecería recuperarse para una posible exposición.

Mendoza fecundante

Habrá que releer las valiosas aportaciones que La cabra, Escénica, Repertorio, los trabajos que desde la Facultad de Filosofía y Letras han reunido las reflexiones de valiosos seminarios, la colección que formaron Edgar Ceballos y Sergio Jiménez, Escenología, sobre actuación y dirección, así como el trabajo fecundo de Ediciones El milagro, editores de una pluralidad intelectual impensable hace por lo menos veinte años. Esto es parte de una voluntad fundacional en espiral que también es laberinto.