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La imagen desolada en la obra
fotográfica de Juan Rulfo (I DE X)
Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Francisco de Quevedo, Salmo XVII
No es extraño que los artistas se involucren en actividades creativas que no parezcan ser de su competencia primordial, ni que se asomen a otras artes para hablar de ellas –como críticos o comentaristas–, ni que tengan amistad con otros creadores, con los cuales, muchas veces, proyectan complicidades cuyo beneficiario directo es el público. De complicidades y curiosidades como éstas, en México, han sido ejemplos muy estimulantes los trabajos de crítica musical realizados por Juan Vicente Melo; los de artes plásticas, escritos por Octavio Paz; las incursiones en cine de Jomí García Ascot; la vocación pictórica de Fernando del Paso; los dibujos casi naïf de Augusto Monterroso y Hugo Hiriart; las correspondencias entre diseño, artes plásticas y literatura desarrolladas por Vicente Rojo y José Emilio Pacheco; o el trabajo que, como fotógrafo, desplegó Juan Rulfo. Por cierto, esta horizontalización del quehacer intelectual no ha quedado intocada por aquellos académicos o críticos de cubículo que consideran que, mientras más encerrados y delimitados sean los cotos de trabajo, más científicos y precisos serán los resultados, aunque dichos investigadores y críticos no parezcan haberse dado cuenta de que, mientras más ensimismada e insularizada sea su labor en lugares como la universidad, más particulares tenderán a ser sus conclusiones.
Menciono esta tirria de algunas torres de marfil, sustentadas en la hiperespecialización neoliberal y abominadoras de toda actividad propia del dilettantismo, porque pareciera haberse perdido, por lo menos entre algunos sectores de las humanidades (lo cual es grave), la idea renacentista y dieciochesca de que el artista y el filósofo son personas que nada pierden si, como Montaigne, son capaces de incursionar, con calidad e inteligentemente, en varias actividades o experiencias sin perder de vista el lugar que están pisando; también menciono estas ideas acerca de la benéfica diversificación y de la particularización extremosa porque suele suceder que si un artista ha destacado en las letras, la música o las artes plásticas, sus incursiones en las demás artes sean vistas con la misericordia de quien perdona travesuras menores (uno de los casos más escandalosos de visitación a disciplinas aparentemente ajenas sería el de las composiciones musicales de Friedrich Nietzsche, el filósofo y escritor); también, porque, en el caso de Juan Rulfo, los “misterios” de su silencio literario se acentuaron, en 1980, con la sorpresa generalizada de que, aparte de escritor excepcional, también era un fotógrafo notable: ¿literatura y fotografía fueron actividades complementarias?, ¿la fotografía rulfiana podía explicar lo que el silencio literario dejó entre sombras?, ¿la obra visual complementaba a la obra escrita?, ¿no sería que la fotografía era un recurso desesperado de quien ya no podía volver a escribir?, ¿quién superaba a quién, el fotógrafo al escritor o al revés? Me parece que, en el caso de Rulfo, no ha habido declaraciones en contra de su trabajo fotográfico por parte de los fotógrafos, al revés de los llamados “críticos profesionales de arte”, quienes arremeten contra los “intrusos”, celosos y montoneros a la hora de defender su parcela.
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Sólo los amigos y allegados de Juan Rulfo sabían de su dedicación y talento para la fotografía, no obstante la abundancia de retratos de artistas contemporáneos captados por su cámara; el público ignoraba esa faceta del trabajo del escritor y algunas referencias al mismo se reducen a comentarios escuetos como éste, producido en 1980 por Fernando Benítez: “Cuando recorría el país en otros años, le gustaba la fotografía.”
Es probable que Benítez se refiriera a los años en que Rulfo trabajó como agente viajero, vendiendo llantas en el interior de la República, lo que le permitió visitar muchos lugares acompañado por su cámara: once fotos de paisajes fueron incluidas en el número 59 de la revista América, en 1949, cuando Rulfo trabajaba en las oficinas de Migración; a lo mejor, Benítez también aludía a que, a finales de 1955 y hasta 1957, Rulfo fue contratado como fotógrafo por la Comisión del Papaloapan para realizar tomas aéreas del proyecto y que, en 1956, como parte de su trabajo, viajó con Walter Reuter, quien ignoraba la identidad de su silencioso acompañante.
(Continuará)
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