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Hugo Gutiérrez Vega
Las risa de los niños
Miguel Hernández tiene una personalidad inconfundible en el panorama de la poesía de todos los tiempos: clásico, innovador, amante de las palabras y de sus inagotables juegos y significados; pastor, militante comunista siempre en la primera línea, preso de la dictadura militar, padre, enamorado, triste y alegre ante los alimentos terrenales, las palabras y los amores; muerto en la flor de la edad y en medio del cansancio infinito de sus prisiones. Ahora lo recordamos y ponemos un beso en su noble calavera para intentar desamordazarlo y regresarlo.
Una tarde, en la casa de Rafael Alberti y María Teresa León, en Roma, dijimos versos de Miguel Hernández y cantamos con desparpajo una canción de la guerra que, según nos contó Rafael, mucho le gustaba y divertía al poeta de Orihuela: “San José es republicano, la virgen es socialista y el niño que va a nacer del partido comunista.” Vimos fotos de Miguel en las trincheras y llegamos a la madrugada con los versos de Viento del pueblo, libro en el que la fuerza lírica sobrepasa los deberes del compromiso político y moral.
Miguel bebió en las fuentes del Siglo de Oro. Su entusiasmo por Garcilaso de la Vega se manifiesta en el poema en el que lo llama “un claro caballero de rocío”. Escucha, además, la voz de Lope y la de Quevedo, y en su teatro están presentes Calderón y Tirso de Molina. El primero recorre, como una música de fondo, los versos de El labrador de más aire, auto profano lleno de verdadera religiosidad y, al decir “verdadera”, estoy pensando en el profundo humanismo que enriqueció la vida de Miguel. Humanismo formado en el pensamiento de Marx, pero, y por razones culturales, lleno de resonancias cristianas.
Para mi generación, Hernández, fue un modelo insuperable de perfección formal y de sinceridad (esa sinceridad que Rubén Darío considera indispensable para los que escriben poesía). Su figura crece con el paso del tiempo, porque sus palabras mantienen y acrecientan su novedad que nunca fue un prurito de originalidad, sino un movimiento espontáneo del alma que supo manifestarse a través de las palabras, las estructuras poéticas, los ritmos y los silencios. Desde Perito en lunas, libro prologado por su amigo Ramón Sijé, aparecen los aspectos novedosos en una poesía bien instalada en las formas clásicas: “Bajo el paso a nivel del río, canta,/ y palomos, no, menos, elimina,/ sobre la piedra, de quejarse, fina/ en el agua de holanda batir tanta./ Fina, y cuando botija es toda cuanta,/ y de ovas, cual de cañas él, se crina,/ al aire van dos ínsulas afines,/ entre dos aguas y ovas, bajo crines.”
La poderosa voz de San Juan de la Cruz se escucha suavemente en El silbo vulnerado. Sabía Miguel que el frailuco carmelita era, en muchos sentidos, el alfa y el omega de la poesía en lengua castellana. De nuevo Garcilaso le presta claridades acuáticas y las voces de los pastores de su Arcadia recorrida por ríos de leche y miel. Sin embargo, el dolor asoma su rostro amenazante y sus garras implacables: “Me tiraste un limón y tan amargo.” Por los sonetos del libro pasan los presentimientos tristes y las realidades que mezclan el amor por la tierra y la dureza de la vida campesina: “Para cuando me ves tengo compuesto/ de un poco antes de esta venturanza,/ un gesto favorable de bonanza/que no es, amor, mi verdadero gesto.”
En El rayo que no cesa, las metáforas estallan y la voz adquiere su acento personal e intransferible. El poeta busca el camino socrático para conocerse a sí mismo: “Me llamo barro aunque Miguel me llame./ Barro es mi profesión y mi destino,/ que mancha con su lengua cuanto lame.”
En el cuarto centenario de la muerte de Garcilaso de la Vega, Miguel publicó dos poemas celebratorios. Otro de sus poetas predilectos asomó su rostro detrás de las alabanzas, Gustavo Adolfo Bécquer. Recordemos que los poetas de la generación del ’27, a quienes Miguel conoció y trató en Madrid, recuperaron para la poesía española dos voces que sufrían de olvido: la de Góngora y la de Bécquer. Por otra parte, no todos los poetas de la generación apreciaron la obra del pastor que recorría, con paso de campesino, las calles de un Madrid entusiasmado por el renacimiento cultural propiciado por la República. Fueron Pablo Neruda y Vicente Aleixandre quienes justipreciaron su poesía nueva y clásica que, cuando llegó la guerra, se puso al servicio del gobierno legítimo y alentó a sus compañeros de militancia comunista. Estas convicciones se manifiestan en los poemas de Viento del pueblo y resuenan, entre los estruendos de la lucha fratricida como un grito de aliento, una llamada de alarma, un asomo de luz en la sombra de las trincheras.
Ya en sus prisiones, el romancero tiene el color de la ausencia: “Ausencia en todo siento./ Ausencia, ausencia, ausencia.” El dolor lo cubre todo, pero la voz se defiende y le dice al hijo en las “Nanas de la cebolla”: “Desperté de ser niño:/ nunca despiertes,/ triste llevo la boca: ríete siempre./ Siempre en la cuna,/ defendiendo la risa/ pluma por pluma.”
La risa para aferrarse a la vida. Todo lo contrario al “Viva la muerte” del obsceno generalote legionario. La muerte lo encontró en la cárcel. Su memoria no se detuvo nunca y este año en México se hace presente en sus palabras dichas y repetidas por todos nosotros: “Al almendro de nata te requiero,/ que tenemos que hablar de muchas cosas,/ compañero del alma, compañero.”
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