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Verónica Murguía
Los niños salvajes
De niña mi mayor ilusión era convertirme en gato. En mi salón había niñas que querían ser princesas, señoras con niños, doctoras y monjas. Yo quería ser gato. Despertar un día con rabo y bigotes, cubierta de pelo gris, tener las uñas afiladas y ver en la oscuridad. Quería pasear por las bardas y desafiar a los perros. Todo en la vida de los gatos me parecía deseable, excepto la evidente desventaja en la que existen con todos los animales que en este mundo han sido respecto del género humano. Algo saben los niños acerca de vivir en un universo que no es de ellos. Ya desde entonces intuía que para los animales es infinitamente peor.
Más tarde, cuando leí las aventuras de Mowgli, me dio envidia. No sólo por haber sido criado por la manada de Seeonee y vivir en la selva. Lo que más me daba envidia era el hecho de que Bagheera fuese su padrino. Las escenas en las que el niño está recostado en el árbol con la pantera, durmiendo la siesta con la cabeza apoyada en el costado del animal, me dejaban en un estado de éxtasis que me imponía molestar a mi gato. El pobre no quería que le pusiera la cabeza sobre el costado y no entendía por qué me ponía tan pesada.
Otra historia que me hechizaba era la de la fundación de Roma. La escultura que representa a la loba con Rómulo y Remo me inspiraba toda clase de historias: eran como Mowgli, pero de a dos y, por lo visto, a diferencia de la loba de Seonee, la loba capitolina era madre soltera.
Ahora pienso que en muchos mitos clásicos la naturaleza tiene una función de madre. Los animales mitológicos adoptan y crían a los héroes o semidioses y éstos entran en el mundo dotados de poderes maravillosos en virtud de su infancia. En cambio, en el optimista siglo XIX, Mowgli es siempre superior a todos los animales que lo rodean. Regresa al mundo, ay, a ser un guardabosques. Entra a servir a Su Majestad, se casa con la hija de un sirviente del funcionario Gisborne y presume a sus hermanos lobos poniéndolos a pastorear ganado. Su educación selvática sólo le sirve para tener un empleo de medio pelo. Típico de Kipling, un genio en el que convivían dos escritores: el formidable creador de mitos modernos, y el anodino y racista que a veces se apoderaba de su pluma.
He leído hace poco dos historias salidas de los registros de la policía y los trabajadores sociales que me han dejado con los ojos cuadrados: la de Ivan Mishukov y la de Axel Rivas.
La historia de Mishukov es asombrosa. A los cuatro años se escapó o simplemente se salió de la casa de su madre y comenzó a vivir en las calles de Moscú, en la zona de Reutova, cuidado por una manada de perros callejeros. De día mendigaba. De noche dormía en una iglesia, con los animales, que le daban calor y compartían con él su comida. La gente se dio cuenta de que había un niño pequeño que vivía con los animales. Mishukov ya sabía hablar cuando comenzó a vivir en la calle y no perdió esa facultad, aunque era tan escurridizo como los perros con los que andaba. La policía intentó rescatarlo, pero no lo logró hasta el tercer intento, después de engañar a los perros con un cebo que pusieron en la cocina de un restaurante. El niño sufrió muchísimo con la separación, prefería estar con su “familia”, sus perros. Cómo sobrevivió a dos inviernos moscovitas es un misterio cuya solución se debe a la manada. Ahora Mishukov va a la escuela y las autoridades rusas vigilan su “reinserción en la sociedad”.
Muy parecido es el caso de Axel Rivas, un niño chileno que se escapó del maltrato de sus padres a los cinco años, fue recluido en un orfanato del que huyó a los ocho y vivió con perros callejeros en el puerto de Talcahuano hasta 2001. El pobre, al ser descubierto por la policía, se tiró al mar. Lo pescaron, lo recluyeron y se fugó de la tutela de los adultos por tercera vez en noviembre de ese mismo año. Hasta ahora no se conoce su paradero.
En la lista de “niños salvajes” se mezcla la verdad con la impostura: Kaspar Hauser, Victor de L’Aveyron, Amala y Kamala, el niño oso de Lituania, el fraudulento niño gacela de Irán y un largo etcétera.
Me queda claro, después de leer estas historias, que nuestra responsabilidad con los animales debería estar mejor apuntalada con una educación más sólida y leyes que castiguen severamente el maltrato. Tal vez una idea utópica en este pobre país, donde gobierno y delincuentes maltratan con entusiasmo a los ciudadanos.
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