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HUGO GUTIÉRREZ VEGA
La dignidad se llama José Saramago
RODOLFO ALONSO
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MARKOS MESKOS
José Saramago, un lusitano indomable
GUILLERMO SAMPERIO
Saramago: el gran lagarto verde y las tentaciones de San Antonio
ANTONIO VALLE
José Saramago: un desasosegador incansable
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Responso triste por una amistad remota
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La dignidad se llama José Saramago
Rodolfo Alonso
Me tocó conocerlo, hace no pocos años, en una de esas librerías que honraban Buenos Aires, no dedicada al castellano sino a otras lenguas europeas, entre ellas el portugués, y que fueron barridas –como tantas iniciativas loables– por el maremoto de la banalidad globalizada.
Aun de espaldas se parecía al Quijote, y no sólo por el talante humanista y gentil: era alto, más que delgado, casi cenceño. De todo su ser emanaba una serena dignidad, la humildad de los grandes. Porque algo tenía del buen Sancho, no sólo por la cuna dignamente humilde, de la que con justicia se preciaba, sino por el linaje campesino, hecho de trabajo y discreción.
Le oí hablar en público, entonces, y nunca alzó la voz. Era sencillo, la sencillez misma, pero también profundo y, aunque siempre mesuradamente afable, asimismo –cuando era pertinente, como demostraría– capaz de decir no. Su lenguaje era limpio, recién lavado, fluyente y sosegado como arroyo que pule sus guijarros. El portugués lo enunciaba con la punta de la lengua, casi de forma sibilina, pero con un tono seductoramente encantador, bajo, modulado en frases graves pero nunca solemnes. Sin duda había allí mucho del valor que el campesino solía dar (cuando el mundo aún no había sido colonizado por el ruido) a las pocas palabras, y al silencio en que nacen y se enmarcan.
Conoció la pobreza, casi extrema, muy pronto y mucho tiempo. Pagó el injusto precio de abandonar estudios para ganarse honradamente la vida con sus manos. Pero nunca dejó de leer, en libros que muchas veces no podía comprar. Y tampoco cesó nunca de escribir, como debe ser, por pura necesidad y sin el menor ánimo de lucro, con el mismo ahínco y la misma callada, bendita tozudez del labriego que arranca de la tierra el pan para sus hijos.
Debió esperar para ver editado su primer libro. Pero no le cupo nunca, como demostró hasta el fin, quedarse de brazos cruzados. Y el reconocimiento, la consagración y la gloria con que la vida iba a sorprenderlo, sin que se hubiera preocupado de ello en absoluto, no lograron jamás hacerlo renegar de sus orígenes, de su entrañable solidaridad con los humildes, o del respeto hacia su lengua.
Mi último contacto fue por interpósita persona. Cuando Hermenegildo Sábat me presentó sus bellos dibujos para el libro Anónimo transparente, que honraría a otro gran portugués universal: Fernando Pessoa, y con el cual me honraba a su vez sugiriéndome un prólogo, no pude dejar de señalarle que ese libro encontraría feliz cabida en Portugal. Para mi sorpresa no resultó fácil editarlo allí hasta que Saramago, con su fraterno ojo avizor, no dio el empuje que lo concretaría. (Después de todo, el único texto suyo que me ofrecieron comentar en vida fue su excelente libro dedicado a Pessoa, El año de la muerte de Ricardo Reis.)
Así como el gran Mallarmé despidió magníficamente a Poe (“Tel qu’en Lui-même en fin l’Eternité le change”), salvando por supuesto las siderales distancias en mi caso, podríamos intentar consolarnos sintiendo que, al llevarse a José Saramago, la muerte no ha hecho sino volverlo él mismo para siempre.
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