Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
La dignidad se llama José Saramago
RODOLFO ALONSO
Tres poemas
MARKOS MESKOS
José Saramago, un lusitano indomable
GUILLERMO SAMPERIO
Saramago: el gran lagarto verde y las tentaciones de San Antonio
ANTONIO VALLE
José Saramago: un desasosegador incansable
LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO
Responso triste por una amistad remota
JORGE MOCH
In memoriam
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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA
Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
Corporal
MANUEL STEPHENS
Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO
Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA
El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ
Cabezalcubo
JORGE MOCH
Directorio
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En Lanzarote con Carlos Reis. Foto: Fundación José Saramago
Responso triste por
una amistad remota
Jorge Moch
Ah, Monsi, por qué hoy que tanta falta nos haces
Mi amistad con José Saramago fue remota más allá de la obviedad geográfica que abisma su amada Lanzarote de mi cerro veracruzano o las respectivas convulsiones del mundo en su natal 1922 y mi 1966, pero logró crecer, salvar escollos de espacio y tiempo, convertirse en algo muy parecido al cariño. Una amistad remota pero intensa, porque Saramago sin saberlo estuvo y va a estar siempre cercano, pulsante, aquí. Esta, la suya, meditada tanto por él y prevista en muchas reflexiones suyas es la tercera muerte de un escritor que me duele tanto como si fuera, que lo fue, un abuelo mío, un pariente cercano: un amigo. Como Arreola. Como Cortázar, sus libros en mi cabecera, entrelazadas sus páginas en abrazo fraterno. Es uno de los grandes abuelos de mi sagrario, espíritus santos de una multiplicada trinidad imbatible, que pelearon tanto sin saberlo por encabezar mi santoral de autores e invariablemente llegaron empatados. Allí, cerca de Cioran y Rulfo, de Quevedo y Cervantes, de Keats y Lorca, de Neruda y su querido Pessoa.
Conocí a Cortázar sólo a través de la magia de su pluma. Conocí a Arreola por la maravilla de sus letras y su inteligencia barroca, sus hieráticas apariciones públicas y por el anecdotario de los amigos, como Guillermo García Oropeza, o de la progenie, como su nieto Alonso. A Saramago en realidad apenas lo pude conocer en persona (si conocer es siquiera sentarse a conversar con alguien), pero en cambio sí pude estrechar su mano muchos años después de leer un primer libro suyo, en el vestíbulo de un hotel, durante una de sus visitas a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, rodeado de gente que, supongo, lo aturdíamos un poco. Tuve la suerte de presenciar varias conferencias suyas y la última vez que lo vi fue en una lectura escénica que hizo en el teatro Diana, también en Guadalajara, acompañado por Gael García Bernal, la violonchelista Jimena Giménez Cacho y un perro pachón echado a sus pies, atento, como el público que abarrotamos las butacas, a las palabras de Saramago, a su letra hecha verbo.
Saramago me enseñó a escribir y también a pensar. Suelo repetir frases suyas. Una de mis favoritas es “La tragedia de los creyentes es que supeditan el intelecto a su fe”, hoy casi un grito de guerra en la resistencia. Fue un convencido de la libertad humana, férreo defensor de la manumisión del pensamiento y acuñó frases como dagas de acero quemante y certero, que parecería forjado en las fraguas de Vulcano en lugar de su cuna en Azinhaga; dagas que siempre hicieron diana en el corazón negro de la hipocresía. Sus libros salieron a la calle siempre bañados en tinta de irreverencia. Supo lo que es ser perseguido por cuestionar, por argumentar, por hacer de la inteligencia y de la literatura herramientas –evito en su caso decir “armas” bellas pero implacables. Fue inmisericorde con la estupidez, la corrupción y el oportunismo.
La narrativa insumisa de Saramago me embrujó desde la primera vez que leí algo suyo. Su prosa insolente, vulpina, que saltaba las convenciones de la ortografía y los cepos de lo políticamente correcto, trituradora de dogmas, reveladora de prodigios, es un prodigio en sí misma, la más depurada sustancia que destilaron la sagacidad, la creatividad infinita, las obsesiones, la indignación de su autor, la prefectura no pocas veces iracunda de una moral genuina, nacida de la sencillez, esa elemental decencia que apadrinan el sentido común y un tenor de bondad. No hay muerto malo, decimos siempre con sorna; Saramago habrá tenido lo suyo de irritante y de encantador, de maniaco e intransigente como de generoso y sabio. Apostaba públicamente a causas justas, así que no hay por qué sospechar mezquindades en saludar al vecino, la compra del pan o al pedir su café. Sufrió persecuciones y amenazas, y eso lo predispuso invariablemente a solidarizarse con los oprimidos, nunca con los opresores, aunque llegara a tratarse de antiguos camaradas o de quienes alguna vez alinearon con su misma ideología. Nunca abandonó la coherencia de su discurso político. Y nunca se hizo grandes ilusiones, tampoco, porque era un escéptico inveterado, un misántropo amoroso y dialéctico, como él mismo decía y yo cito cada que puedo, “sanamente pesimista”.
Seguidores de Saramago alzando las portadas de sus libros al paso del féretro del Nobel portugués A la izquierda; Memorial del convento; el título con el que fue incinerado. Foto: Reuters/ Rafael Marchante |
Es difícil hasta la tontería decir con cuál de sus libros me quedo. He leído casi toda su obra, pero afortunadamente no la he agotado. Fue un autor prolífico y polisémico. Quizá como escritor siento alguna debilidad por sus minuciosos Cuadernos de Lanzarote o por su exhaustivo Viaje a Portugal porque con cada piedra que escribió, cada palabra que labró, construyó un retrato vivo y palpitante, único, de sí mismo y de su amado terruño con todo y sus vaivenes anímicos, su relación extraña con esa tierra de la que un día decidió marchar. Por todas esas lecturas hoy sólo queda mezclar con mis condolencias y mi tristeza unas infinitas gracias a Pilar del Río, su traductora y compañera de veredas.
Mi amistad con Saramago fue remota, y anónima si se la mira como la amistad de lector que fue, es y será hasta el día que yo mismo muera, pero de alguna manera fue recíproca, porque Saramago nos quiso a cada uno de sus lectores. Le gustaba conocernos.
Saramago se apagó, ha muerto ya porque a todo albor sucede el ocaso. Se evaporó el niño deslumbrado de Azinhaga, el incansable viajero de Portugal y el mundo, el timonel de la almadía mineral con la que imaginó el beso milagroso de dos continentes. Se ha eclipsado el explorador de la deriva y también de la caverna de Platón, extraviado en el laberinto del minotauro. Pero queda su voz, y brilla su pensamiento cifrado en las letras de casi todas las lenguas, convertido en diálogo permanente con todos nosotros, en prosa dura y musical, en poesía que razona y aglutina, en punto de encuentro, en aleph. Para siempre y aunque haya dicho alguna vez que la inmortalidad no existe, porque ya es de otra sustancia inmemorial y democrática, que se queda repartida entre los muchos que lo guardamos en ese espacio vital que media entre el corazón y el librero en que reposan nuestros libros más amados.
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