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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
No hay Juan sino Juanes
LUIS GARCÍA MONTERO
Nombrar con nombre imposible
DANIEL FREIDEMBERG
Los fantasmas con un sollozo mudo
EDUARDO HURTADO
Juan Gelman o “Los hielos de la furia”
VÍCTOR RODRÍGUEZ NÚÑEZ
Don Juan Gelman
ENZIA VERDUCHI
Juan Gelman: palabra de hombre
JOSÉ ÁNGEL LEYVA
Juan Gelman, su poética
JUAN MANUEL ROCA
Un poeta metido en el baile
JORGE BOCCANERA
Tres poemas inéditos de Juan Gelman
Juan Gelman: del poeta, de la tragedia y la esperanza
JUAN RAMÓN DE LA FUENTE
La Vibración del poema
RICARDO VENEGAS entrevista con MARIO CALDERÓN
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Columnas:
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Cabezalcubo
JORGE MOCH
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Exquisiteces (II Y ÚLTIMA)
La televisión parece haberse echado a cuestas –con éxito atroz– la misión de adelgazar el bagaje artístico y cultural que alguna vez fue lo poco de lo que los mexicanos podíamos enorgullecernos, porque cultura es identidad. Ya sea en la clase de lenguaje que manejan los locutores y conductores de programas –es deleznable, por ejemplo, esa manía de cambiar la entonación del idioma, esdrujulizar las palabras, relatar una crónica o leer un reportaje de un modo harto distinto a como se habla normalmente, y a eso son particularmente aficionados los comentaristas de noticias y reporteros de TV Azteca–, ya en el manejo tramposo, convenenciero u omiso de la información, ya en el diseño de programas que ensanchan la tugurización de la cultura nacional y dejan en el olvido el quehacer artístico verdaderamente propositivo de mexicanos de ayer y hoy que van dejando huella significativa, por ejemplo, en las bellas artes.
Televisa y TV Azteca privilegian el escándalo y la nota de sangre; el pleito vulgar de una farándula de arrabal o los anuncios efectistas, casi siempre ligados al terror de la violencia delincuente y callejera. Se ha llegado al caso de hacer de la nota roja y el amarillismo una subespecialidad televisiva. La nota roja infla los índices de audiencia y así la triste muerte de una niña de familia rica eclipsa otros horrores, como el hecho incontrovertible de soldados que asesinan a niños o chanchullos políticos, menos sangrientos pero no menos injustos y lesivos, como el gravamen con el Impuesto Sobre la Renta a ancianos pensionados. La televisión mexicana parece empeñada en tomar distancia de un quehacer benéfico para los vastos sectores sociales a los que llega día a día, en casas y oficinas y la llana vía pública. Es tapadera y compinche de un régimen político que en los hechos, y a pesar de mucho graznar en contrario, representa el fracaso del Estado: las televisoras privadas mexicanas son el antifaz del Estado fallido.
Escasa, muy escasa es en cambio la oferta de programación producida en esas grandes empresas con fines de verdadera divulgación artística o cultural, o de análisis y discusión de los grandes temas nacionales que, además y salvo raras excepciones, terminan siendo casi siempre terriblemente aburridos.
–Mejor cámbiale a la novela, manita.
–Quita esa chingadera, güey, mejor pon Video Rola, a ver si hay narcocorridos…
La televisión se soporta en dos rubros: negocio y poder político. Lo que menos les importa a los ejecutivos de las televisoras es si el contenido que diseñan es pernicioso o compromete una riqueza cultural e idiomática que acuerpa signos de identidad que deberían ser una de las mayores preocupaciones de la nación toda. Llama por ejemplo la atención –aunque sin sorprender, que ya sabemos de cuánta bazofia son capaces los productores de esos programas– el título de uno de los bodrios en parrilla: un programa de concursos, copia de otro, gringo, que se llamaba The Family Feud. Se trata de Cien mexicanos dijeron, que algún tiempo tuvo éxito y fue repuesto hace algunos meses con el sutil cambio en el título de Cien mexicanos dijieron, así, mal escrito para que mal se pronuncie y resulte “chistoso”, porque lo conduce un supuesto chofer de microbús, gremio del que sus integrantes suelen estar evolutivamente más cerca de un antropopiteco que de un ser humano, personaje que interpreta un actor que se llama Adrián Uribe. Quizá ni siquiera tiene la culpa el actor, quien en todo caso aprovecha lo que ve como oportunidad de “éxito” en el mundillo Televisa, donde un trastocado sistema de valores dicta que no importa vapulear el idioma ya de suyo asediado por la penetración cultural extranjera y la indolencia generalizada de sus hablantes. Quien permite programas estúpidos como éste, que suponen además un nefasto precedente para la cultura popular, es desde luego la inexistente autoridad educativa y quien regule los contenidos de los programas de la televisión, es decir, las entelequias de siempre. Y claro que el último responsable será el televidente en su bovina, rumiante inconsecuencia, mientras siga tragando mansamente lo que le atiborran las televisoras y sus esbirros de corbata o sotana, disfrazados de severos señores, de mandriles conductores de micro, de ranchero atravesado, de villana o heroína de telenovela, de espumado jugador de futbol. Hemos permitido que la televisión masacre la cultura popular, y nadie parece interesarse porque, así como con el gobierno, también tenemos la tele que merecemos.
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