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Ilustración de Juan Gabriel Puga |
Augusto Roa Bastos
y el cuento
Orlando Ortiz
Augusto Roa Bastos nos da una idea
de lo que para él es el relato breve,
en “Contar un cuento”. Como historia
central tenemos el perecimiento
de un cuentero que narra la / su muerte de un
hombre que había soñado su deceso. Este núcleo
sirve como polo de atracción a otras historias
mínimas mas no por ello insignificantes.
Hay una voz narrativa que nos presenta al
protagonista: un pianista (el gordo) talentoso
que otrora prometía como concertista y ahora
sólo es proclive a contar historias. La complejidad
del personaje nos la da el mismo narrador
testigo: “encerrados en la masa de tejido adiposo
parecía haber dos hombres que no querían saber
nada entre sí. Habían crecido juntos, se habían
fundido finalmente pero aún trataban de contradecirse,
de ignorarse, y ya ninguno de los dos
tenía remedio, al menos el uno en el otro.”
En cuanto al conjunto de microhistorias
dentro del cuento, tienen una doble función:
Redondear al gordo (no es juego de palabras)
como personaje y ofrecernos las proposiciones
sobre el cuento expresadas por el gordo mismo,
para velar las “intrusiones” teorizantes de autor.
La primera microhistoria del conjunto es la: “ese
hombre de barrio de emergencia que comienza a
devorar a su mujer a dentelladas ante un centenar
de vecinos aterrorizados a los que amenaza
con un revólver. ¿Locura de amor, de celos?
¿Aberraciones de un paladar cansado del guisote
casero?...” La historia apunta hacia el lado
truculento y tremendista del gordo, pero al
mismo tiempo, el comentario sobre las “aberraciones
del paladar” tiñe de humor negro la historia.
La segunda microhistoria es la de Leonardo,
que “hizo un león. Daba algunos pasos, luego se
abría el pecho y lo mostraba lleno de lirios. Y ese
león...” no llegamos a saber más de él, ni por
boca del gordo ni por la del narrador. La siguiente
historia mínima, que se supone cuestionaron
sus escuchas por inverosímil, es la de “...unos
emigrados que consiguen asesinar al embajador de su país con la ayuda de un ciego. El gordo sostenía
que el ciego había apuñalado al militarote,
sentenciado desde hacía mucho tiempo por sus actos
de sevicia y por haber organizado y dirigido el aparato
de represión del régimen. El atentado y el
crimen eran absurdos e increíbles, según el relato
del gordo.”
Así, lo increíble sería la realidad, porque
hubo ejecuciones de ese tipo en nuestro continente
y no sería descabellado considerarlas un
tópico de nuestras letras en los años sesenta y
setenta. Sin embargo, late fuerte la frase con la
que se abre el cuento: “¿Quién me puede decir que
eso no sea cierto?”
El relato cierra con la microhistoria de: “...el
hombre que vio en sueños el lugar donde había de
morir”, que supera los límites del cuento dentro
del cuento para abarcar el de la totalidad del relato,
como tema y como broche. Añadamos ahora un
elemento clave para el descifre: La cebolla.
El gordo, en las primeras líneas del relato, replica
a los cuestionamientos de sus escuchas, y en
seguida se pregunta qué es la realidad, y él mismo
se contesta: “la realidad es la que queda cuando
ha desaparecido toda la realidad (...) Sólo podemos
aludirla vagamente, o soñarla, o imaginarla.
Una cebolla. Usted le saca una capa tras otra, y
¿qué es lo que queda? Nada, pero esa nada es todo,
o por lo menos un tufo picante que nos hace lagrimear
los ojos.”
“Contar un cuento” es una cebolla. Cada microhistoria
sería una de las capas que integran el
conjunto. Al quitársela nada nos va a quedar y
sin embargo vamos a tener el conjunto esencial,
mismo que sería imposible si no lo hubieran configurado
cada una y todas las capas de que fuimos
despojándolo. Es más: esta cebolla-relato en
particular estaría constituida por la gran capa
exterior que es el espacio –vago y a la vez reducido–
en el que se hayan el gordo, el narrador y los
otros escuchas. Le seguiría la microhistoria de la
“muerte profesional” del mismo gordo como
pianista; más adentro, el segmento controvertido,
el de la ejecución del represor (de nuevo la muerte);
luego, la historia mínima de quien devora a
su mujer, y como elemento anticlímax la historia
del león con flores de Leonardo da Vinci, y finalmente,
como centro y capa última, el hombre que
soñó dónde moriría. Esta es la muerte de la cebolla
misma, es decir, el centro que justifica la
primera capa de la cebolla y todas las otras, sin
las cuales no habría habido esa capa interior.
Esta poética del cuento se complementa con
las siguientes líneas: “... casi siempre teníamos
que imaginar y reinventar lo que él imaginaba e
inventaba, completando esas frases que se comía,
esas palabras que eran inentendibles gorgoteos,
esos silencios cargados de astuta intención,
abiertos a toda clase de pistas falsas y contradictorias
alusiones. El se divertía a nuestra costa,
eso era seguro, atormentándonos con su endiablada,
voluble, casi indescifrable manera de
contar.”
Y cuando el gordo relata la historia del
hombre que soñó donde moriría, “en contra de
su costumbre, se explayó al final en una prolija
descripción.” Sin embargo, se le escamotea al
lector la descripción, tanto del sitio que prefiguró
el hombre como el del que narra el gordo.
Justo en ese momento el gordo señala algo; sus
amigos se vuelven hacia el punto señalado y
nada descubren, pero al regresar la mirada hacia
el cuentero se percatan de que: “lo que el gordo
había descrito punto por punto era el cuarto en
que estábamos.”.
Es interesante que Roa Bastos no deja ahí el
relato. La frase (“lo que el gordo...”) podía operar
de manera conclusiva para el discurso en el ámbito
de la representación, no así para el otro nivel,
el que contiene su poética del cuento. Tal debió
ser la razón para que el broche decisivo se ubique
cuando describe el cadáver del gordo y apunta:
“Los ojillos vidriosos se hallaban clavados en
nosotros con una burlona sonrisa.” Porque, suponemos,
en última instancia, todo narrador no
hace más que narrar su muerte.
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