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Doy fe de la tristeza
Con una disculpa porque el gordo
sumeteclas ande monotemático:
es
que patria, como madre, sólo hay una
Viajo en autobús. Venzo la tentación de ir mirando una película,
cerrar el cortinaje, aislarme del paisaje. Es como si el
dueño de los camiones –comodísimos ahora, lejos el recuerdo
de aquellos vagones atufados, tórridos, que iban
apestando todo con el hollín combusto de sus motores– no
quisiera que vea lo que sale al paso en el trayecto. Será que
una de las mejores maneras de conocer el México de veras
es salir a sus caminos. Entonces México, el peatón, el que no
tiene monumentales cubos de cristal habitados por atildados
de corbata, ni grandes puentes colgantes para autos de
a millón, ni mullidos cojines en salas a prueba de ruido tras
cristales a prueba de bala con ambientes a prueba de realidad,
va danzando a mi lado, de izquierda a derecha, de adelante
para atrás. Y es una danza ingrata, de máscaras tristes.
México fácilmente contenido en la matemática elemental,
diagrama de Venn: conjunto único pero atomizado pero
homogéneo pero variopinto pero pan con lo mismo:
México es pobreza, es basura entreverada en la hierba, es
un árbol sí y muchos no, y montones de niños y de moscas
y de perros tan flacos que las pulgas dicen fuchi.
La publicidad de los autobuses ofrece viajar en sus cruceros
por un país que inflamaría de orgullo a cualquiera: un
gringo querría ser mexicano. Vaya carreteras, qué paisaje, y
las tiendas, esa gastronomía de fusión, aquellas maravillas
naturales, la impecabilidad de avenidas y fachadas; lo mejor,
oye, mujeres y niños y hombres risueños, despreocupados,
felices, protegidos, nacidos para contertulios y anfitriones.
Carajo, yo quiero estar allí. Vivir en la propaganda del gobierno,
donde el niño se jacta de poder estudiar, la madre
aprecia la salud pública, el viejo la seguridad del barrio, la
chava el futuro promisorio. Sí, viva México, cabrones. Aquí
estamos a toda madre. La realidad es cuento de los agoreros.
Ah, sí, son ésos de izquierda, los revoltosos, los inconformes
que nunca estarán contentos.
En la ciudad, poco antes de ir a gritar diatribas contra las
estupideces del gobierno, me reúno con Paco. Uno hace de
pronto amigos a los que quiere insospechadamente, tanto
a veces, que quizá no se dan cuenta. Paco es mi amigo, hace
libros, los escribe, los reparte, los regala. Es un luchador social
nato, belicoso, inteligente, en lugar de corazón tiene
caldera. Yo le digo el Volcán. El Vesubio, el Krakatoa son pusilánimes
a su lado: no para. Platico con él de lo que vi en
la ventana del autobús, de la realidad cruda y de las mentiras
en otra ventana, la amable, la seductora, de la televisión,
de lo que calla y lo que esconde, de que no veo remedio
y de que la cosa está de la chingada. El Volcán hace
erupción, me regaña, quisiera darme de bofetadas pero se
contiene porque es un pan. Ahí queda la cosa.
Luego viajo, pero en avión, y desde allí no se detecta la
miseria, a otro sitio, ora para hablar de libros en una plaza
muy hermosa, que tiene por centinelas árboles colosales y
viejos. Alzan sus brazos fuertes al cielo en centenario rezo
silencioso. A lo mejor no es rezo, sino reclamo: a los gigantes
les choca que estemos allí, vendiendo globos y juguetes,
libros y golosinas. La charla fluye. Bromeamos, la gente ríe
y de pronto vivo en un cuadro del Señor Ayotl o de Manuel
Lepe, soy un insignificante dibujito más en una congregación
policroma y radiante. Anuncio de autobús. Estampa
gobiernista.
De regreso vuelvo en mí. Veo barrios horribles, grafitis que, como meadas de perro, marcan territorio peligrosamente
ajeno; muros de tabicón gris eterno, sus vértices
erizados de varillas, gente triste. En la carretera niños barrigones
de amebas, bosques talados, potreros que se mueren
de sed, vacas enjutas. Pintas comerciales y basureros a
cielo abierto por doquier. Nos detenemos en una caseta de
peaje. Un soldado detrás de sacos de arena con fusil presto
para matar. No sonríe. Vendedores de dulces con la tristeza
pintada en un rictus eterno, desalientos de carne que
venden un poco de azúcar para que otro endulce penas. La
cosa está de la chingada, dicen con su silencio. Nadie compra
sus dulces. Los voy encontrando en cada caseta, en
cada gasolinera, en cada crucero, en cada calle. Ellos no salen
en los anuncios de la tele, ni en los del autobús. Es como
si la tristeza asomara de pronto porque sí, fantasmagórica,
porque la cosa está de la chingada. Veo tristeza, derrota,
desaliento, la elocuencia silenciosa del desamparo en la
gente aunque luche y aunque reclame.
Sí, Volcán querido: la cosa está de la chingada.
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