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LAS NACIONES DEL MÉXICO ANTIGUO
RAÚL OLVERA MIJARES
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El pasado indígena,
López Austin y Leonardo López Luján,
FCE,
México 2008.
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Arqueología e historia son disciplinas que se dan la
mano en una obra a la vez didáctica y exigente salida
de la pluma de Alfredo López Austin y Leonardo
López Luján, El pasado indígena, cuya primera
edición viera la luz en 1996, ahora va en su cuarta
reimpresión. Las grandes divisiones para abordar
el cada vez más vasto estudio de la historia en la era
precolombina y las grandes regiones en que puede
dividirse el México actual, y el México del pasado,
constituyen los ejes temáticos alrededor de los
cuales gira el esquema del libro. Buena parte de la
América septentrional, donde ahora estarían enclavados
los estados de California, Arizona, Nuevo
México, Texas –pero también partes de Colorado,
Nevada e incluso Utah– fueron escenario de mundos
culturales que los antropólogos han bautizado como
Aridoamérica y Oasisamérica respectivamente,
distinguiendo a grupos de pueblos de cazadores y
recolectores por un lado y, por el otro, de agricultores
y alfareros, asentados en sitios aledaños a fuentes
de agua. La mayor parte del México de hoy, así
como de Guatemala, Belice, Honduras, Nicaragua
y partes de Costa Rica, conformaba lo que se ha dado
en llamar Mesoamérica, cuna de las grandes civilizaciones
en esta porción del continente.
En términos de cronología existe una serie de
períodos históricos caracterizados por el paso del
nomadismo al sedentarismo, la aparición de la
vida cívica, la edificación de grandes estructuras
arquitectónicas y el surgimiento de Estados supranacionales,
altamente bélicos que concluye con el
ocaso de su hegemonía a causa de la llegada de los
europeos. A grandes rasgos, es posible hablar de
un Preclásico temprano, que abarcaría de 2500 a
1200 AC; un Preclásico medio y tardío, que irían
del 1200 AC a 200 DC; un Clásico entre 200 y 900 DC y, finalmente, un Posclásico, entre 900 y 1500 DC.
Al abordar las variadas culturas y civilizaciones
que se dieron en México, se divide su estudio por
regiones: el norte, el Occidente, el Golfo, Oaxaca,
el sureste y naturalmente el Centro.
Obra que repasa una serie de nociones ampliamente
difundidas, sobre todo las relativas al centro
de México y la supremacía del dominio tolteca, que
vendrán pronto a reclamar los aztecas en los algo
más de dos siglos de su historia, El pasado indígena completa una visión necesariamente fragmentaria
–dada la naturaleza provisoria de muchas ideas en
arqueología que cambian con cada nueva excavación
y cada nuevo concepto de los investigadores–
que se tiene de un pasado cada vez más complejo y
lleno de matices. Particularmente iluminadoras
resultan las consideraciones sobre el norte, el Occidente
y la cultura maya en Guatemala y Honduras.
De seguro, por más avisado que sea el lector, no
dejará de sorprenderse con esta y otras novedades
acerca de las extrañas culturas que se manifestaron
al norte, en particular en Oasisamérica. Más amplia
de lo que se pensaba resulta la historia de las distintas
naciones que habitaron el México antiguo.
LAS BUENAS NUEVAS
MARIO TORRES RUIZ
Pierre Menard, autor del Quijote; Cide Hamete
Benengeli, Alonso Fernández de Avellaneda,
Miguel de Cervantes Saavedra. ¿Cuántos autores
más merodean la creación y recreación de las
andanzas del ingenioso hidalgo?
Para Borges en su fascinante universo de
ficción, Menard no quería escribir otro Quijote,
sino el Quijote, por tanto, era su autor. Para
Cervantes, en uno de tantos guiños y tomaduras
de pelo a sus lectores, Benengeli, ese sabio historiador
musulmán, era el verdadero creador de tan
afamadas aventuras; no así Alonso Fernández de
Avellaneda, seudónimo de no sabemos qué escritor,
padre del Quijote apócrifo, a quien Cervantes
se encarga de denostar en su segunda parte de la
novela caballeresca. Habría que añadir a los
traductores que durante centurias han vertido el
Quijote a diversas lenguas; también son, de algún
modo, autores de tan célebre pieza literaria.
Las traducciones son la traducción, la autoría.
Sus lectores comparten el asombro por una obra y
el trabajo de transcribir lo inasible, porque cada
idioma es una concepción particular del universo.
Podemos incluso decir que no hay traducciones
fidedignas, que hay aproximaciones, acercamientos.
¿Cuánto del Ulises de Joyce se queda en el camino
de una traducción, por ejemplo?
Con todo, cuando el conocimiento de la lengua
o de una simple palabra está en el oficio, la disciplina
y esfuerzo del traductor,
nos encontramos con las buenas
nuevas. Como un evangelizador,
el buen traductor literario
nos trae lo que de su asombro
inicial vino, acompañado de
ritmo, de un buen fraseo, como
si hubiera sido escrito en ese
idioma.
Sergio Pitol, el escritor de
novelas, ensayos y relatos, el
promotor literario incansable, ha sido también
durante décadas el traductor, el portador de las
buenas nuevas. La Dirección Editorial de la
Universidad Veracruzana ha sacado a la luz una
colección denominada Sergio Pitol Traductor, que
abarca la prolífica y excepcional obra de este escritor
mexicano en dicha faceta.
Con una veintena de títulos en su haber, desfilan
en esta recopilación autores como Joseph Conrad,
Henry James, Malcom Lowry, Boris
Pilniak, Kazimierz Brandys, Anton
Chéjov, Witold Gombrowicz, Jerzy
Andrzejewski, entre otros.
El de Pitol es un universo de
vasos comunicantes, de muchas
literaturas que se rozan y conectan
de manera oblicua; temática
y temporalmente. El hallazgo
y la revelación de un
escritor ruso, por ejemplo,
pionero en varios aspectos de
la moderna narrativa en relación
con el lenguaje cinematográfico
en “Un cuento sobre
cómo se escriben los cuentos” es una muestra de
ello. Boris Pilniak y su obra se conectan así con
nuestro presente político y social de siglo XXI al
hacer una radiografía del Estado ruso en el cuento
“Pedro, Su Majestad, Emperador”, mismo que
da nombre al volumen que integra también esta
colección.
El narrador dice: “no puedo apartar el pensamiento
de mi patria. Su historia es oscura, puesto
que los cholopy [campesinos, siervos] (N. del T.) y la
plebe toda están abandonados a condiciones primitivas,
mientras que el sliachetsvo [palabra polaca
que significa nobleza] (N. del T.), a pesar de que
estudia en la Academie des Sciences, y, por otra parte,
tiene reglamentos y ha recibido el conocimiento de
toda disciplina, no es otra cosa más que un conjunto
de melindrosos y galanteadores, petulantes y
extorsionistas, violentos y ladrones, estafadores,
dilapidadores del tesoro público, por lo que su
conciencia se ha corrompido y ha olvidado los
buenos preceptos […] Nuestro Estado Ruso perdura
en el hambre, la pestilencia, los conflictos y los
tumultos”.
Sólo cabe agregar que la vigencia
de esas ideas en relación con
nuestro país asombra y da escalofríos…
Todo está en todas
partes.
Sergio Pitol es el peregrino,
el descubridor siempre;
heraldo y portador de
buenas nuevas.
EN EL MÉXICO DE LOS CINCUENTA
LEO MENDOZA
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Yo te conozco,
Héctor Manjarrez,
Editorial Era,
México, 2009.
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El signo más notorio de la modernidad, señalan
Marx y Engels en el Manifiesto, es que todo lo sólido
se desvanece en el aire. Hay diversos estudios sobre
cómo esta afirmación es una realidad, por lo menos
en el paisaje urbano, constantemente violentado y
transformado. Es precisamente este arribo a la
modernidad lo que les toca vivir a los protagonistas
de la última novela de Héctor Manjarrez, Yo te conozco,
retrato de una educación sentimental y paseo
por otro México, el del milagro económico de los
años cincuenta, cuando la salida del atraso parecía
estar a la vuelta de la esquina. Al retratar la vida de
una madre divorciada y sus dos hijos en los años
cincuenta, Manjarrez muestra también a una sociedad
que, atrapada por el cambio, se aferra a la tradición
sin saber que, aun sin quererlo, el vértigo de la
modernidad la ha atrapado.
Yo te conozco es un ejercicio de rememoración,
la recreación de un reino perdido a través de la
mirada y la imaginación de los dos hermanos
Romanito, así como de las ausencias que marcan
sus vidas, definen sus deseos, sus lecturas y aun
los pasos de los extraterrestres que, en ese entonces,
apenas y se dejaban ver por las islas caribeñas,
aunque un buen día desembarcan en la cocina del
departamento familiar.
Julio César y Marco Antonio son los dos niños
evocados por Manjarrez con reveladora prosa:
los Romanitos son, desde el principio, caracteres
enfrentados, cada uno de ellos mirando el mundo
desde su identidad y desde el peso de la ausencia,
así sea el padre afincado como diplomático en Praga
o la curvilínea sirvienta que desata el deseo.
Novela en muchas formas iniciática, Yo te conozco tiene como una de sus principales virtudes
mantener siempre presente la mirada de los
pequeños, que son testigos de los amoríos de su
tía Rosa con un excombatiente estadunidense
negro, a la vez que buscan entender el abandono
del padre o enfrentan el rechazo de una sociedad
pacata que tolera el institucional “segundo frente”,
pero que se escandaliza ante la disolución
legal del matrimonio y ve a los hijos de los divorciados
como apestados. Mientras que Julio, el
mayor de los Romanito, reconoce que la situación
acelera el fin de su infancia y trata de explicarse
aquel abandono devorando el único recuerdo físico
de su padre (una pierna de jamón) y busca a su
primo, víctima de la disciplina castrense, para
buscar explicaciones, Marco se aferra a su infancia,
a su pasión por María y su rechazo a Eufemia,
la nueva sirvienta y, convaleciente de hepatitis, se
convierte en un soñador. En ambos casos, su crecimiento
también está determinado por su descubrimiento
de la lengua y su relación con escritores
como Kafka, Rimbaud, Verne y Salgari.
Rodeando sus vidas, además de la madre y sus
aleccionadoras conversaciones, se encuentran
todos esos momentos que marcaron definitivamente
aquella mitad del siglo: los autos modernos,
aerodinámicos, los refrescos gaseosos, los
primeros satélites artificiales, la perrita Laika y
su pretendida hazaña. Historia familiar y social a
la vez, Yo te conozco es una novela que recupera un
tiempo irremediablemente perdido, pero revivido
gracias al poder evocador de la prosa de Manjarrez
para convertirse en memoria.
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