Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 6 de diciembre de 2009 Num: 770

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Al pie de la letra
ERNESTO DE LA PEÑA

Anochecer
ATHOS DIMOULÁS

Vivir más allá de los libros
JUAN DOMINGO ARGÜELLES entrevista con ALÍ CHUMACERO

La ciudad letrada y la esquizofrenia intelectual
ANDREAS KURZ

Augusto Roa Bastos y el cuento
ORLANDO ORTIZ

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

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Enrique López Aguilar
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Día de muertos

La primera fiesta que preludia el solsticio de invierno (el cual sucede entre el 20 y el 23 de diciembre) ocurre el 2 de noviembre, cuando se conmemora el día de los Fieles Difuntos, según el calendario católico, pues, en realidad, el Día de Muertos se festeja tanto para quienes fueron bautizados como para quienes no. Dicha fiesta está llena de sincretismos y superposiciones, pues conjunta antiquísimas celebraciones paganas con intervenciones cristianas. En el origen se encuentra un principio pre-invernal: el comienzo del descanso de la tierra, después de la recolección de los frutos sembrados entre la primavera y el verano. Ese descanso, que es como un sueño o una muerte de la tierra (se trata de ese momento en que la posición del Sol, en el cielo, se encuentra en su mayor distancia angular desde el otro extremo del plano ecuatorial del observador), y que prepara el luminoso regreso primaveral, se relaciona metafóricamente con el regreso de los muertos, que conviven con sus sobrevivientes y descendientes en una comida, o en un brindis donde se les recuerda y se les trae –así sea fugazmente– al mundo de los vivos.

La fiesta es singular, pues incluye una visita al cementerio donde es ineludible el ritual de limpiar la tumba, poner flores frescas y sentarse sobre una lápida para disponer distintas viandas. En general, la ceremonia consiste en una comida donde se busca ofrecer al difunto las cosas que le gustaban en vida. En México, la fiesta de muertos incluye el consumo de calaveras de azúcar, amaranto o chocolate (recuerdo de los ritos sacrificiales prehispánicos y de una lectura paganizada del misterio eucarístico católico), el cempazúchil (que es como un camino de flores luminosas para que el difunto encuentre el camino hacia la tierra y sus deudos), el dulce de calabaza en tacha, el pan de muerto (con sus lágrimas y huesos, del que existen incontables variantes), atole o una bebida de chocolate caliente… La verdadera fiesta transcurre durante la noche, pues la velación (es decir, la merienda con velas) ocurre entre el segundo crepúsculo del Día de Todos los Santos (un día francamente menor, no obstante el tumulto de los santificados sin nombre) y el primer crepúsculo del 2 de noviembre.

Todo lo mencionado es el origen de la Ofrenda de Muertos: lo ofrecido a los difuntos queridos, de la familia; la ritualidad indicadora de que mientras se les celebre no hay olvido, pues sólo el inexorable olvido produce la muerte perfecta. Como se trata de algo entre el Tzompantli y el Altar (finalmente, lugares sacrificiales), lo terrible se vuelve amable y el umbral del no retorno, un lugar de regocijo. Comerse a la muerte por un día equivale a la celebración de la vida: puesto que me apasiona la vida, hoy no dejo de pensar en la muerte. Por lo tanto, se trata de una festividad entre íntima y cósmica.

Por razones relacionadas con el expansionismo mercantilista, con la aculturación derivada de centros imperiales, con el hecho indudable de estar más cerca de Estados Unidos que de Dios, más la ponzoña derivada de la televisión, más el peor cine estadunidense, más ese gusto burgués (ni discreto ni encantador) de imitar servilmente los gustos y las costumbres gringas, se ha divulgado en México la mascarada de Halloween (horresco referens!), incluso en niveles escolares de educación básica. ¿Día de Muertos contra Halloween? El primero es un ritual; el segundo, una fantochada que no sólo no tiene nada que ver con las tradiciones mexicanas, sino con todas las del resto del mundo que, con sus peculiaridades, coinciden con la idea de que el muerto que regresa es un ser querido a quien se recuerda, con quien se convive.

Marguerite Yourcenar meditó lo siguiente en su delicioso ensayo “Fiestas del año que gira”, publicado en El Tiempo, gran escultor: “El verdadero Día de Difuntos es, en los Estados Unidos, la burlesca y, en ocasiones, siniestra mascarada de los niños y adolescentes. […] Hallowed Hall: todas las almas santificadas. Nadie, salvo algunos eruditos, conoce el antiguo sentido etimológico de la palabra, ni relaciona esa especie de aquelarre desordenado con una fiesta de difuntos […] Lo que antes era fervor se ha convertido en irrisión. En este gran país que se cree materialista, esos vampiros, esos fantasmas y esos esqueletos del carnaval de otoño no saben lo que son: espíritus de los difuntos desenfrenados a los que se consiente alimentar para echarlos después con una mezcla de jolgorio y de temor.”

Mejor el Día de Muertos mexicano, donde de veras se quiere y respeta a los difuntos.