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Día de muertos
La primera fiesta que preludia el solsticio de invierno (el
cual sucede entre el 20 y el 23 de diciembre) ocurre el 2 de
noviembre, cuando se conmemora el día de los Fieles Difuntos,
según el calendario católico, pues, en realidad, el
Día de Muertos se festeja tanto para quienes fueron bautizados
como para quienes no. Dicha fiesta está llena de sincretismos
y superposiciones, pues conjunta antiquísimas
celebraciones paganas con intervenciones cristianas. En el
origen se encuentra un principio pre-invernal: el comienzo
del descanso de la tierra, después de la recolección de los
frutos sembrados entre la primavera y el verano. Ese descanso,
que es como un sueño o una muerte de la tierra (se
trata de ese momento en que la posición del Sol, en el cielo,
se encuentra en su mayor distancia angular desde el otro
extremo del plano ecuatorial del observador), y que prepara
el luminoso regreso primaveral, se relaciona metafóricamente
con el regreso de los muertos, que conviven con
sus sobrevivientes y descendientes en una comida, o en un
brindis donde se les recuerda y se les trae –así sea fugazmente– al mundo de los vivos.
La fiesta es singular, pues incluye una visita al cementerio
donde es ineludible el ritual de limpiar la tumba, poner
flores frescas y sentarse sobre una lápida para disponer
distintas viandas. En general, la ceremonia consiste en una
comida donde se busca ofrecer al difunto las cosas que le
gustaban en vida. En México, la fiesta de muertos incluye el
consumo de calaveras de azúcar, amaranto o chocolate (recuerdo
de los ritos sacrificiales prehispánicos y de una lectura
paganizada del misterio eucarístico católico), el cempazúchil
(que es como un camino de flores luminosas para
que el difunto encuentre el camino hacia la tierra y sus deudos),
el dulce de calabaza en tacha, el pan de muerto (con
sus lágrimas y huesos, del que existen incontables variantes),
atole o una bebida de chocolate caliente… La verdadera
fiesta transcurre durante la noche, pues la velación (es decir,
la merienda con velas) ocurre entre el segundo crepúsculo
del Día de Todos los Santos (un día francamente menor, no
obstante el tumulto de los santificados sin nombre) y el
primer crepúsculo del 2 de noviembre.
Todo lo mencionado es el origen de la Ofrenda de Muertos:
lo ofrecido a los difuntos queridos, de la familia; la ritualidad
indicadora de que mientras se les celebre no hay olvido, pues
sólo el inexorable olvido produce la muerte perfecta. Como
se trata de algo entre el Tzompantli y el Altar (finalmente, lugares
sacrificiales), lo terrible se vuelve amable y el umbral del
no retorno, un lugar de regocijo. Comerse a la muerte por un
día equivale a la celebración de la vida: puesto que me apasiona
la vida, hoy no dejo de pensar en la muerte. Por lo tanto,
se trata de una festividad entre íntima y cósmica.
Por razones relacionadas con el expansionismo mercantilista,
con la aculturación derivada de centros imperiales,
con el hecho indudable de estar más cerca de Estados Unidos
que de Dios, más la ponzoña derivada de la televisión,
más el peor cine estadunidense, más ese gusto burgués (ni
discreto ni encantador) de imitar servilmente los gustos y
las costumbres gringas, se ha divulgado en México la mascarada
de Halloween (horresco referens!), incluso en niveles
escolares de educación básica. ¿Día de Muertos contra
Halloween? El primero es un ritual; el segundo, una fantochada
que no sólo no tiene nada que ver con las tradiciones
mexicanas, sino con todas las del resto del mundo que, con
sus peculiaridades, coinciden con la idea de que el muerto
que regresa es un ser querido a quien se recuerda, con
quien se convive.
Marguerite Yourcenar meditó lo siguiente en su delicioso
ensayo “Fiestas del año que gira”, publicado en El
Tiempo, gran escultor: “El verdadero Día de Difuntos es, en
los Estados Unidos, la burlesca y, en ocasiones, siniestra
mascarada de los niños y adolescentes. […] Hallowed Hall:
todas las almas santificadas. Nadie, salvo algunos eruditos,
conoce el antiguo sentido etimológico de la palabra, ni
relaciona esa especie de aquelarre desordenado con una
fiesta de difuntos […] Lo que antes era fervor se ha convertido
en irrisión. En este gran país que se cree materialista,
esos vampiros, esos fantasmas y esos esqueletos del
carnaval de otoño no saben lo que son: espíritus de los
difuntos desenfrenados a los que se consiente alimentar
para echarlos después con una mezcla de jolgorio y de
temor.”
Mejor el Día de Muertos mexicano, donde de veras se
quiere y respeta a los difuntos.
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