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Hugo Gutiérrez Vega
DE MONSTRUOS Y LETRAS (II DE III)
Mi terror principal se centraba en la figura y, sobre todo, en la mirada del Conde Alucard (en el espejo, Drácula). El Conde, habitante del Castillo de los Cárpatos o de la fortaleza de Sigishoara en Transilvania, aleteando en la novela de Bran Stoker; el pelirrojo irlandés amigo de Oscar Wilde, era vampiro, lobo, jirón de niebla, pero, fundamentalmente, un muerto vivo, un desdichado inmortal sediento de sangre, un señor de la noche aterrorizado ante el primer rayo de sol, que pasaba el día en su ataúd lleno de tierra transilvana. Ceaucescu, el conducator rumano que algo de draculesco tenía, convirtió a Vlad Tepes, el Voivoda de la lucha contra los turcos, el entusiasta empalador, el asesino frío y calculador, en héroe nacional de la independencia de los voivodatos que sirvieron de base y fundamento a la actual Rumanía. Cada vez que pienso en el Conde veo a Bela Lugosi, su condecoración, su impecable frac y su capa de vuelos rojos. Detrás de la aberración sanguinolenta está, además de Stoker, el director Tod Browning y su impecable y neblinoso castillo. Muchos años más tarde Polanski jugó con el tema y encontró elementos cómicos en el terror nocturno y en los esfuerzos de Van Helsing, el erudito vampirólogo, para eliminar a la abominación con la puntiaguda estaca que atravesaría el corazón inmortal. En ambos monstruos, Frankenstein y Drácula, hay un angustioso anhelo de inmortalidad. Recordemos la película de Whale. La mujer de Frankenstein. En ella, el amor ilumina a la aberración. En todas estas angustiosas búsquedas, una metafísica contrahecha nos habla de los anhelos de crear una vida humana y de mantener por siglos y siglos viva y amenazante a la criatura alimentada de sangre. La Condesa Batory y sus baños en sangre de doncella y las abominaciones lésbicas de Sheridan le Fanu, abundan en el tema y lo convierten en un sueño de horror universal que, a pesar de los horrores nacidos de la tecnología moderna y de los monstruos de plástico de las epopeyas galácticas, conservan toda la fuerza de su misterio enaltecido por la esencia lírica de los textos. Tal vez Kubrick y su monstruosa, enloquecida y destructora computadora, se aproximen a la calidad poética de los textos góticos.
Leí sin descanso y con voracidad creciente a Edgar Allan Poé. Su terror, salvo el derivado de la presencia de la Muerte Roja en el baile celebrado en el Castillo sitiado por la peste, es fundamentalmente humano. No hay en su obra abominaciones: Madeleine padece catalepsia y, enloquecida, busca a su hermano Roderick para ejercer su venganza; la masa sanguinolenta del Señor Valdemar, hipnotizado en su agonía, se ha mantenido en los umbrales de una imprecisa muerte en vida; el gato negro delata el crimen, “ La Casa de Usher” está marcada por la maldad y la decadencia genética, y el mono asesino recorre las calles y se balancea en las ventanas de las calles de París. Sobre la Cabeza de Minerva, el cuervo dice never more y el poeta hunde su vida en el alcohol de Baltimore. Horror que proviene de lo físico, de las personas y sus errores, pasiones violentas y debilidades. Por noches y noches, Poe me iluminó con su magia y me enseñó los abismos del comportamiento humano. Lo leo cada vez que puedo y no olvido el never more del cuervo visitante nocturno.
(Continuará)
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