Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 6 de diciembre de 2009 Num: 770

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Al pie de la letra
ERNESTO DE LA PEÑA

Anochecer
ATHOS DIMOULÁS

Vivir más allá de los libros
JUAN DOMINGO ARGÜELLES entrevista con ALÍ CHUMACERO

La ciudad letrada y la esquizofrenia intelectual
ANDREAS KURZ

Augusto Roa Bastos y el cuento
ORLANDO ORTIZ

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

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A Lápiz
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Ana García Bergua

Desasosiegos del peatón mexicano

Diariamente cruzo la misma avenida y me pregunto qué genio maligno le ha permitido a la vendedora de tamales colocarse ahí, al final de la raya de cebra, como una especie de mensaje de burla al señor mayor que, buenamente, trata de cruzar aquel tramo sin molestar a nadie, sin ocupar otro camino que el que, se dice, le corresponde. Bueno, pienso siempre, pero pobre señora, dónde va a poner su puestito. A ver: junto a ella hay un puesto de periódicos, del otro lado un poste y, pegado a éste, uno de aquellos misteriosos muebles urbanos de color plateado que nunca he sabido para qué son (quizá son la entrada a algún club chestertoniano cuya existencia ignoramos). La razón por la que unos cuantos cientos de personas cruzamos por la raya de cebra, más bien decorativa, no pesa nada frente a la grave necesidad de comer tamales y atolito baratos, donde sea, a mitad de la nada si es necesario, para enfrentar al mundo y sus peligros.

Diariamente cruzo junto al señor mayor, percibiendo junto a mí entre los automovilistas la inquietud, si no es que la exaltación, del que va a arrancar el auto en cualquier momento, pasemos o no peatones, perros, policías o ciclistas. Es como pasar al lado de una fiera y sentir su aliento, el borde ansioso de su contención, la duda de quien no entiende por qué se ha detenido, si todos los anuncios de automóviles los muestran andando sin parar, raudos, por caminos infinitos y desiertos. Si traigo un lujoso Chevrolet igualito al del anuncio, y rojo además, ¿por qué chingaos me tengo que parar y dejar que cruce gente por cualquier lado? Y tienen razón: el peatón mexicano está diseñado para escalar montañas, todo con tal de poder estirar el brazo y tomar un transporte público, incluso un taxi donde es muy probable que lo asalten.

Todos los días cruzo por la raya de cebra y siento que a los que atravesamos su larga extensión nos posee una súbita invisibilidad. Entonces me parecen heroicos los payasos, los vendechicles, los limpiavidrios, los credencialportantes que piden cooperaciones, los escupefuegos, los malabaristas, las mujeres con niños, los niños diminutos entre los autos conducidos por choferes que otean a lo lejos, a ver cuál será la ruta corta, dónde estará la pista de despegue que los lance al gris infinito de sus oficinas. Pienso entonces en portar zancos, ondear banderas, montar caballos, lucir airosos penachos emplumados y esperar, de algún modo, que nadie me embista, sobre todo aquellos que dan la vuelta. Yo, que he podido viajar a tierras lejanas, he encontrado en ellas automovilistas que dan la vuelta y sin embargo se detienen ante la raya de cebra con religioso respeto y amenaza de multa espantosa y sin mordida que la amaine. No así los automovilistas mexicanos que aceleran a la vuelta, se descocan en la luz roja, se desatan cuando el pitazo policial, se medio matan por avanzar, y pelean entre sí, sin imaginar siquiera al peatón, su borrosa existencia, aquella ley que ha hecho concebir la atrocidad de que es mejor peatón muerto que malherido.

Sé de quienes se quejan de que el peatón mexicano cruce a la mitad de la calle y no en la raya de cebra, mas éste desconfía: prefiere cruzar por donde no ve coches, a sabiendas de que puede aparecer uno desde el fondo de la tierra o caer desde la Luna, que por donde hay coches detenidos e impacientes, por lo general a mitad del cruce que por ley a él le corresponde. Al final del cruce, en muchos puntos de nuestra ciudad, lo que hay son ambulantes, como esa señora de los tamales que tanto me inquieta. Las leyes que se promulgan y las ordenanzas que se procuran para mejorar esta ciudad –si es que tal preocupación existe– responden a la estadística de las cantidades de autos o ambulantes; ¿hay alguien que cuente peatones?

Hace tiempo leí que uno de los síntomas de la depresión es el temor a cruzar calles. Es probable que me aqueje la depresión. Pero también es posible que quien estableció ese síntoma no cruzaba calles en nuestra ciudad. También vi un programa de televisión en el que una periodista que viaja por países exóticos enseñaba al público cómo cruzar calles en alguna ciudad lejana de indochina: era mucho más difícil, pues ahí los coches no se detienen nunca. Hay que hacerlo paso a paso, librando carriles, pensando en que, quizá, los automovilistas tienen integrado en su sistema nervioso, de manera simultánea, un auto que se lanza y un peatón que cruza. Eso sí que debe ser duro, pensé; visto así, vivimos en Jauja.

Y sin embargo, a diario veo al anciano señor que también cruza por la misma línea y lo imagino lanzado al aire por un auto, mientras los peatones restantes, más capaces de correr a pesar de los tacones, los portafolios y las eternas y misteriosas bolsas de plástico, nos echamos a correr para estrellarnos contra la mesita donde se disponen, pulcramente eso sí, los tamales y el atolito. Quién sabe por qué me imagino esas cosas, será la depresión.