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Ana García Bergua
Desasosiegos del peatón mexicano
Diariamente cruzo la misma avenida y me pregunto qué genio maligno
le ha permitido a la vendedora de tamales colocarse ahí, al final
de la raya de cebra, como una especie de mensaje de burla al señor
mayor que, buenamente, trata de cruzar aquel tramo sin molestar a
nadie, sin ocupar otro camino que el que, se dice, le corresponde.
Bueno, pienso siempre, pero pobre señora, dónde va a poner su puestito.
A ver: junto a ella hay un puesto de periódicos, del otro lado un
poste y, pegado a éste, uno de aquellos misteriosos muebles urbanos
de color plateado que nunca he sabido para qué son (quizá son la
entrada a algún club chestertoniano cuya existencia ignoramos).
La razón por la que unos cuantos cientos de personas cruzamos por la
raya de cebra, más bien decorativa, no pesa nada frente a la grave
necesidad de comer tamales y atolito baratos, donde sea, a mitad de la
nada si es necesario, para enfrentar al mundo y sus peligros.
Diariamente cruzo junto al señor mayor, percibiendo junto a mí
entre los automovilistas la inquietud, si no es que la exaltación, del
que va a arrancar el auto en cualquier momento, pasemos o no peatones,
perros, policías o ciclistas. Es como pasar al lado de una fiera
y sentir su aliento, el borde ansioso de su contención, la duda de
quien no entiende por qué se ha detenido, si todos los anuncios de automóviles
los muestran andando sin parar, raudos, por caminos
infinitos y desiertos. Si traigo un lujoso Chevrolet igualito al del
anuncio, y rojo además, ¿por qué chingaos me tengo que parar y
dejar que cruce gente por cualquier lado? Y tienen razón: el peatón
mexicano está diseñado para escalar montañas, todo con tal de
poder estirar el brazo y tomar un transporte público, incluso un taxi
donde es muy probable que lo asalten.
Todos los días cruzo por la raya de cebra y siento que a los que
atravesamos su larga extensión nos posee una súbita invisibilidad.
Entonces me parecen heroicos los payasos,
los vendechicles, los limpiavidrios, los
credencialportantes que piden cooperaciones,
los escupefuegos, los malabaristas,
las mujeres con niños, los niños diminutos
entre los autos conducidos por
choferes que otean a lo lejos, a ver cuál
será la ruta corta, dónde estará la pista
de despegue que los lance al gris infinito
de sus oficinas. Pienso entonces en
portar zancos, ondear banderas, montar
caballos, lucir airosos penachos emplumados
y esperar, de algún modo, que
nadie me embista, sobre todo aquellos
que dan la vuelta. Yo, que he podido viajar
a tierras lejanas, he encontrado en ellas
automovilistas que dan la vuelta y sin embargo
se detienen ante la raya de cebra
con religioso respeto y amenaza de multa
espantosa y sin mordida que la amaine. No
así los automovilistas mexicanos que aceleran
a la vuelta, se descocan en la luz roja,
se desatan cuando el pitazo policial, se
medio matan por avanzar, y pelean entre
sí, sin imaginar siquiera al peatón, su borrosa
existencia, aquella ley que ha hecho
concebir la atrocidad de que es mejor peatón
muerto que malherido.
Sé de quienes se quejan de que el
peatón mexicano cruce a la mitad de la
calle y no en la raya de cebra, mas éste
desconfía: prefiere cruzar por donde no
ve coches, a sabiendas de que puede
aparecer uno desde el fondo de la tierra
o caer desde la Luna, que por donde hay
coches detenidos e impacientes, por lo
general a mitad del cruce que por ley a
él le corresponde. Al final del cruce, en
muchos puntos de nuestra ciudad, lo
que hay son ambulantes, como esa señora
de los tamales que tanto me inquieta.
Las leyes que se promulgan y las
ordenanzas que se procuran para mejorar
esta ciudad –si es que tal preocupación
existe– responden a la estadística
de las cantidades de autos o ambulantes;
¿hay alguien que cuente peatones?
Hace tiempo leí que uno de los síntomas
de la depresión es el temor a cruzar
calles. Es probable que me aqueje la depresión.
Pero también es posible que
quien estableció ese síntoma no cruzaba
calles en nuestra ciudad. También vi un
programa de televisión en el que una
periodista que viaja por países exóticos
enseñaba al público cómo cruzar calles
en alguna ciudad lejana de indochina: era
mucho más difícil, pues ahí los coches no
se detienen nunca. Hay que hacerlo paso
a paso, librando carriles, pensando en
que, quizá, los automovilistas tienen integrado
en su sistema nervioso, de manera
simultánea, un auto que se lanza y
un peatón que cruza. Eso sí que debe ser
duro, pensé; visto así, vivimos en Jauja.
Y sin embargo, a diario veo al anciano
señor que también cruza por la misma línea
y lo imagino lanzado al aire por un
auto, mientras los peatones restantes, más
capaces de correr a pesar de los tacones,
los portafolios y las eternas y misteriosas
bolsas de plástico, nos echamos a correr
para estrellarnos contra la mesita donde
se disponen, pulcramente eso sí, los tamales
y el atolito. Quién sabe por qué me
imagino esas cosas, será la depresión.
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