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El doble juego de la risa
Los mexicanos nos reímos de manera equívoca. Detrás de toda burla y de cualquier carcajada parece estarnos espiando siempre la duda y una velada petición de indulgencia. A pesar nuestro, el sentido que tenemos de lo cómico está teñido por la obscura presencia de nuestros conflictos. No estamos firmes en nuestra identidad porque carecemos de aplomo en la vida y no podemos confiar en la respuesta de los demás. La muestra más clara de esta actitud es esa creación, tan nuestra, del albur, broma de estructura compleja e hipocresía que se disfraza bajo el desplante. El alburero emite un chiste de doble vertiente: por una parte, reta al otro, a su prójimo y paisano, para derrotarlo verbalmente; pero por la otra parece estar esperando una respuesta radical que lo aniquile. Los albures mexicanos, tan característicos de nuestro sentido del humor, siempre encaminan sus pasos hacia el sexo, probablemente por nuestro machismo inseguro. El mexicano típico se ufanaba (por fortuna, esta situación está desapareciendo) de tener muchas mujeres: la casa “grande”, por lo general abandonada y mal atendida, y la casa “chica” donde vive la amante en turno o, en muchos casos, las diversas casas chicas que no puede sostener, pero donde siempre, decía, la querida no tiene reproche que hacerle por lo que respecta al sexo. Muchos psicoanalistas y pensadores se han inclinado sobre este fenómeno y los resultados, bien lo sabemos, sólo ponen de manifiesto una perenne vacilación en torno a la verdadera hombría. La liberación sexual de nuestros días sólo le cambia de nombre a las actitudes: la querida es hoy la “pareja”, lo mismo que su compañero. Pero esto ya no preocupa a nadie: el escándalo provocado por las relaciones extramatrimoniales pasó a la historia, no así las palabras que aluden al hecho: cualquier situación anómala, cualquier sospecha, se diluye ante la sal de la broma, del albur, del reto al ingenio del otro. En el mundo entero no hay nadie más macho que un mexicano. Y, por supuesto, nadie tiene más imaginación a la hora de la esgrima verbal que nuestros compatriotas, creadores de la “bomba”, los arreglos pícaros de algunas canciones y el regodeo en las batallas albureras. El mexicano cabal tiene que salir victorioso: el vencido queda marcado por su lentitud, cuando no por su tontería, como si el talento dependiera del triunfo en estas emboscadas verbales.
Nuestra inseguridad, patente para muchos, se atreve a desafiar (verbalmente como es natural) a la propia muerte. Los difuntos son objeto simultáneo de recordación cariñosa y reverente, pero también pretexto para la borrachera, frecuentemente coronada por una frase sacramental: “la muerte me pela … los dientes”, con la inevitable alusión al acto sexual. Y en esta combinación mal avenida puede percibirse sin esfuerzo la desordenada tabla de nuestros valores o, si se prefiere, el rasgo más definitorio de nuestra personalidad en que colindan, aparentemente de manera amistosa, el acto de mayor vitalidad y el final de la existencia.
Detrás de estas fanfarronadas parece estar agazapado un mestizaje que todavía no aceptamos, que seguimos resintiendo como la violación de nuestras mujeres. La salida, pensamos, se encuentra en una aparente indiferencia superior: la chingada nos hace los mandados y la chingada no es sino la india poseída por el conquistador. Y esta hipótesis, que se podría llamar la teoría “clásica” de nuestro comportamiento (Ramos, Ramírez, Paz) sigue explicando el doble juego de nuestro humor.
En el terreno de lo político, tan acre y tan espinoso, sembrado de decepciones y de promesas no cumplidas, los mexicanos nos desahogamos con chistes sangrientos y apodos envilecedores, como si con ello mejoráramos la crisis o pudiéramos superar la corrupción general. Hay que añadir que nuestros hombres públicos, mexicanos al fin, comprenden y resienten el escarnio de que son objeto, pero prefieren aceptarlo con aparente indiferencia “superior” como si con ello corrigieran sus desmanes u honraran lo que prometieron. Y nosotros, los ciudadanos mexicanos, insistimos en el doble juego de nuestras burlas, haciendo a un lado, como quien no quiere la cosa, la inutilidad de la sátira y el despilfarro del ingenio. ¿Llegará un día en que abandonemos esta engañosa y divertida ficción absurda y busquemos la solución verdadera de nuestros conflictos y nuestras deficiencias?
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