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Los límites de la mano
El otro día, mientras partía un jitomate, me corté el lomo del dedo medio. Miento. No fue cortando un jitomate sino al abrir la puerta de mi oficina. La abrí mal y se vino contra mí con santa furia. Me machacó el dedo sin piedad. Pero como fue en el lomo, pensé que no tendría ningún problema al picar un jitomate o abrir mi maleta de deporte. Si hubiera sido en la palma del dedo, otro gallo cantaría. Guardé el pensamiento para otra ocasión, me puse un curita y continué leyendo los diarios de Leautaud, que, por cierto, ningún escritor que se jacte debería dejar de leer. Ya en la tarde, de vuelta a casa, me puse a lavar unos trastos sucios y, mientras lo hacía, me di cuenta que me molestaba la herida que tenía en el dedo medio. Lo mismo me pasó cuando corté una cebolla y lo mismo cuando intenté abrir una lata de atún (o de espárragos). El dedo medio me molestaba. Entonces no pude evitar pensar en una cosa simple, que fue como un alumbramiento: así sea una tarea simple, la más simple del mundo, no sólo todos los dedos se aplican en ella sino que todas las partes de los dedos (las coyunturas y los pliegues, lo lomos y las palmas) se involucran también sin remilgos ni intereses políticos, de manera que así cualquier empresa, por más difícil que parezca, nunca parece imposible. Obviamente, este pensamiento podría trasladarse a otras esferas o niveles humanos, pero a mí en realidad me parece un ocio que en un siglo como éste intentemos dar consejos o decir algo nuevo. Sin embargo, antes de irme a la cama, y de cerrar los ojos, e incluso antes de soñar, empecé a agradecer todo aquello que, sin darme yo cuenta, hacían mis manos por mí. |