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Javier Sicilia
Marcos Miranda, el zen, el exilio y los soliloquios
Hablar de la música de Marcos Miranda, particularmente de su última producción, Exilio y soliloquios (siete discos en los que utiliza un instrumento para cada uno), es sumergirse en varias corrientes de la música contemporánea, desde sus influencias más evidentes, Olivier Messiaen, hasta las formas más audaces del free jazz y la música devocional sufí, pasando por su particular diálogo con Thelonious, Monk, Mingus y Parker. Sin embargo, si algo podía definirla mejor es la tradición zen y las incursiones musicales que a partir de ella hizo Steve Lacy .
La afirmación es un tanto audaz. Hablar del zen, una tradición que desconfía de cualquier experiencia de los sentidos como una forma de la maya (la ilusión), para hablar de la música hecha por un hombre nacido en Occidente, parece una pedantería. Sin embargo, si hacemos a un lado los prejuicios con los que Occidente ha llenado el zen, confundiéndolo con una religión atea y con un espíritu nihilista de improvisación y de experimentación, y nos colocamos en la sustancia de esa experiencia, podríamos comprenderlo.
Si algo caracteriza al zen es su poner entre paréntesis esta realidad, para sumergirse con las manos desnudas en ese misterio que, inefable, llaman la Nada, y de ahí volver, purificado, a la experiencia de las cosas sin las telarañas de la maya. Al tocar la Nada –o lo que los occidentales llamamos Dios–, esa realidad inefable de la que nacen todas la cosas, el contemplativo mira la realidad desde allí y, al decirla, permite que captemos la irrupción del misterio en la carnalidad de lo real. De ahí que sus manifestaciones artísticas, como el haiku o la pintura, sean tan breves como esenciales. El arte zen despoja la realidad que ha captado de todas las ilusiones con las que nuestros deseos la han llenado y nos deja verla en su sustancialidad, en su semejanza con el Vacío y la Nada de la que emana, en síntesis, en su realidad divina.
La música de Miranda nace de una experiencia semejante. Su experiencia del exilio –una metáfora en su realidad (Miranda llega a México a los cinco años siguiendo a un padre políticamente perseguido en su país), de la destrucción de la maya –; su incursión en la mística cristiana, el zen y el sufismo, y su exploración de la música conceptual –una música que sólo puede nacer de un soliloquio, es decir, de un diálogo interior con uno mismo, en este caso de un diálogo con ese otro Yo, esa Nada, ese Vacío, que, diría el poeta Claudel, es más yo que yo mismo–, lo han preparado largamente para ello. Exilio y soliloquios es así una purificación del sonido y sus armonías, una sustancialización que, como el haiku y la pintura zen, dejan pasar, en su minimalidad, el misterio de lo sagrado, la música emanando del Vacío.
Su improvisación y espontaneidad, que lo acercan profundamente al free jazz, nada tienen que ver con el nihilismo con el que la incomprensión occidental ha rodeado al zen, sino con una larga disciplina espiritual que conduce a la pobreza de lo esencial; una pobreza que sólo surge cuando, después de recorrerlos, se han abandonado todos los caminos y se ha entrado desnudo en la Nada para hacerla resonar en la elementalidad misma, que es su expresión en lo real concreto. Quizás esta paráfrasis del Tao pueda decir mejor lo que la música de Miranda expresa: la música está hecha de silencios y sonidos, pero es el silencio el que permite que el sonido sea y podamos habitar la música.
Por ello, la música de Exilio y soliloquios no es, como toda la experiencia de Dios y de la vida en la que se manifiesta, algo acabado. Es, como lo señala Xavier Quirarte citando a Marguerite Yourcenar, una puerta siempre abierta e inacabada “como esa línea interrumpida que los alfareros mexicanos dejan en sus dibujos para impedir que el espíritu quede prisionero”. Cada una de sus expresiones musicales es así una experiencia que nos permite sentir en su finitud el infinito, la Nada, para usar el término zen, de la que la música emana y, al hacerlo, nos permite sentir algo del misterio del Todo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco- cm del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la appo , y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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