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Verónica Murguía
Yo no fui
Cualquiera que se haya puesto a pensar en el asunto, concluirá que la línea que separa la culpa de la responsabilidad es muy tenue. En los tratados de jurisprudencia y los diccionarios son, prácticamente, equivalentes. Pero en la imaginación, las connotaciones son distintas y matizadas. En el habla cotidiana el culpable es reo de alguna maldad. Lo vemos en la tele cuando lo “presenta” la policía, obligándolo a mostrar el rostro con un persuasivo jalón de pelos. Al responsable, en cambio, solemos imaginarlo con corbata, saco planchado, puntual y con los dientes limpios. Además, si descontamos las letras de algunos boleros, en muy pocos casos se considera culpable a quien hace bien.
Nadie dice: “Fulano es culpable de que me sienta tan bien en ese trabajo”, o “Mengana es culpable de que ande hoy de buen humor.”
Sí hay diferencia, por lo menos en el mundo. Ahora, en los cerebros turbios como el mío, cuando se trata de revisar la conducta, responsable es igual a culpable, que a su vez es equivalente a pecador. Lo demás es un desorden.
Todo empezó con una monja muy literal que, cuando yo era niña, me aseguró que si yo mordía la hostia podría herir de gravedad a Cristo, quien ya estaba muy amolado por la crucifixión, el pobre. El recuerdo de las caras de mis compañeras –la mía me la imagino perfectamente– esforzándose por tragar la oblea dichosa, adherente como ella sola, sin tocarla con los dientes, es una de las luces de mi existencia.
Ay de nosotras, bola de escuinclas deicidas, si tratábamos de despegárnosla del paladar con la punta vacilante de un índice infantil: si la monja nos veía nos obligaba a escribir No debo tocar la hostia con el dedo cien veces en nuestro cuaderno.
Qué noches las de la niñez, qué horas de terror preguntándome si lastimé al Señor con la lengua; si mi ángel de la guarda, mi dulce compañía, etcétera, me había visto mientras me sacaba los mocos en clase, o pegando chicle bajo el pupitre.
Foto: cortesía de blackcatwebsite |
Si añado que no me sabía el “Yo, pecador” y al levantarme del confesionario en la misa semanal usualmente dirigía a Dios una plegaria de catafixia en la que le proponía cambiar cinco padresnuestros por un “Yo pecador”, segura de que Dios me veía, ceñudo, desde Su nube, puedo certificar que me pasé una buena parte de mi niñez pensando que mi lugar en el infierno estaba asegurado.
“Mi ángel, ¿me ve cuando me baño?” pregunté a la misma monja. Tuve que escribir cien veces No debo preguntar tonterías en clase. Ni siquiera me aclaró si el ángel me había visto sin calzones.
Uno cree, ingenuamente, que esas tonteras pasan una vez que la razón las resuelve, pero no. Lo moldean a uno. Lo vuelven un culposo… y si es mujer, más.
Todavía ahora, cuando alguien me dice: “Quiero hablar contigo”, siento que se me va el alma a los pies, como cuando me mandaban llamar de la Dirección y, al llegar, veía a mis padres sentados en el sillón de las visitas, con cara de alarma y al director con expresión satisfecha y severa.
Supongo que el tradicional: “Cómete lo que hay en tu plato, piensa en los miles de niños de Biafra [era Biafra, entonces] que no tienen qué comer”, me secó el celebro como dice el Quijote . Por eso me la paso comiéndome las uñas si mezclo la basura (una servilleta de papel con dos huesos de pollo adentro ¿va al bote de lo inorgánico, o al de orgánico?), o si me tardo más de cinco minutos en bañarme (me enjuago rápido, aunque me quede el pelo aplastado), o lavo el coche. Bueno, la verdad, ya no lo lavo. Se acumulan los dibujos de puercos en las polvorientas ventanillas, pero me vale.
Si como atún y no fue pescado por un atunero mexicano, ¿no es mala onda? Pero si compro atún mexicano, ¿no es mala onda con los delfines?
El año pasado, mientras comía una quesadilla en el mercado de Coyoacán, vi un noticiero en el que pasaban las imágenes de un delfín al que torturaban unos pescadores mexicanos. Torturaban, no exagero. Me da culpa confesar: prefiero vivo al delfín, a los gorilas, a los tigres, y el etcétera que le sigue, que a los políticos y pescadores crueles que hay en el mundo, ni modo. Y todo, todo, da culpa.
Una amiga me dijo que el Superyó es “el pequeño policía que todos llevamos adentro”. El mío es un batallón de granaderos.
Como todo da culpa en este mundo, ya estoy planeando cómo pasarla pipa en el otro. Por lo pronto, ya sé qué debe leerse en mi lápida con mayúsculas grandes y gruesas: YO NO FUI.
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