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Hoy día, prácticamente, los escritores no hacen notas. Escriben, desde luego, pequeños fragmentos, que publican luego tal cual en algún libro. En forma comprensible, tanto el ajetreo como la preferencia por el mosaico favorecen estos hábitos en la vida moderna que antaño nadie hubiera tenido empacho en tildar de poltrones.
La escritura fragmentaria, emparentada de cerca con la estampa y el aforismo, presenta, no obstante, una difícil facilidad. Los maestros consumados en este género, como en cualquier otro, no abundan.
La brevedad conoce sus exigencias, suspensa entre el abismo de la simplonería y las alturas de lo inefable. Los presocráticos, Marco Aurelio, Lichtenberg, Schopenhauer, Nietzsche y, más recientemente, Wittgenstein, han sido egregios cultivadores del género.
Relacionada con la greguería y la moderna minificción, el género chico, oscilando siempre entre el verso y la prosa, encontró expresión más elevada en la fábula y el apólogo.
Breve es siempre un concepto relativo: va de unas cuantas palabras a unos cuantos párrafos, difícilmente podrá medirse en cuartillas. El mundo anglosajón, marcado por el genio de lo práctico, ha clasificado los textos breves a partir del número de palabras: menos de veinticinco para la flash fiction , menos de cincuenta para la sudden fiction y cincuenta o más para la minifiction propiamente dicha.
Los aficionados a la escritura cultivan con fervor estos géneros, más impulsados por el espíritu de un Ramón Gómez de la Serna que tocados por el genio poético y filosófico de los físicos jonios.
Sitios sin número se han abierto en la red, en todas las lenguas, consagrados a este tipo de textos, más chistes o frases curiosas que intentos literarios serios. Con todo, algunos escritores de respeto se han entusiasmado igualmente; no pocos de ellos sin lamentar luego el pasatiempo.
Para el iniciado en estos achaques de letras, la brevedad –al principio seductora– pronto enseña esos dos polos a los que tiende, a cual más nefando: la trivialidad o bien lo inexpresable.
No es una buena idea entrar a la literatura por esta puerta gatera, estrecha, colocada a ras de suelo y sumamente angosta. Algunos infantes quizá, con su reducida talla, podrían atreverse con mejores resultados. Es difícil volver a ser niños –y por si fuera poco– prodigio.
Una extraña combinación entre ingenuidad e ingenio es necesaria para salvar el escollo. La proporción entre una y otro es variable y no existe hasta el momento nada conclusivo al respecto.
¿Moda o nacimiento de una era? Acaso ambas cosas. La fugaz anotación en un cuadernillo escarabajeado a medias, o bien por el reverso de uno de esos omnipresentes volantes mercantiles, puede contener en germen el atisbo de todo un continente.
No es exagerado pensar que puede tratarse de la punta de iceberg, un nuevo microcosmo de ideas, sesgos inéditos y demás materiales combustibles capaces de poner a punto esa poderosa caldera que es la cabeza del verdadero escritor.
Los textos breves son semillas de mostaza, tan diminutas que sirven de alimento a los pajarillos del campo y luego, cuando crecen, se convierten en árboles de fronda, cobijo para sus nidos.
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