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Tres dramaturgos ingleses
A los otros diez, for all tomorrow's parties
I El paso de Harold Pinter es cansino y deja tras de sí una estela que revela las batallas ganadas contra el teatro, la escritura y la estulticia que lo ha desafiado a lo largo de medio siglo. Nos mira como nosotros lo miramos: con el extrañamiento de quien ve en cada evento de su vida la posibilidad de una epifanía. Somos once dramaturgos venidos a Londres desde todas partes del mundo, somos once como él pero con menos años, menos certezas, menos terreno ganado a la desmemoria y el abandono. El viejo Pinter abreva del vino blanco de su preferencia, convenientemente dispuesto a su mano derecha, y se dispone a escuchar. Allí la primera sorpresa: no, el viejo Pinter no ha ido a hablarnos; ha ido a dejarse tocar por la palabra del otro, de ese otro escindido en once que le recuerda, acaso, cierto brío deslavado con el transcurso del tiempo, pero también cierta arrogancia apenas manifiesta pero decididamente acendrada en el yo de ése que es once y que ahora se paraliza por la presencia tan próxima del “escritor inglés más influyente desde Shakespeare” –epíteto que le hace protestar con un carraspeo de tenor que en realidad es un “ fuck off , no me vestí así para venir a oír esto”. La plática avanza a empujones, porque ese yo partido en once poco puede decirle al gran Harold, el que sostiene la copa con vino blanco con una mano temblorosa, casi independiente. Él sólo quiere hablar de política, quiere confirmar de viva voz de esos once que el mundo será una porquería en el tres mil también. Empapado de la mierda global, el gran Harold, el poeta del silencio y de la síntesis, nos regala una verdad: “La única certeza que tengo sobre mi teatro es que no ha contribuido a cambiar nada en el mundo.” Gracias Harold, eso también es una epifanía.
II
Tom Stoppard tampoco sabe qué decir. Por fin es verano en Londres y el autor de Guilderstern y Rosencrantz han muerto no puede con el termómetro. Nosotros tampoco, pero preferimos paliarlo con agua helada en vez de hacer como él: subir y bajar obsesivamente la manga de su camiseta, dejando al descubierto un hombro pecoso y con las venas saltadas. Esas venas que combinadas con el cabello entrecano y erizado y la voz cavernosa lo hacen parecerse demasiado a una cruza entre Bob Dylan y Keith Richards. Y justamente de cultura pop habla la última obra de Stoppard, que no ceja de jugar con su camiseta amarillo canario con una discreta mancha de cloro: Rock and roll se remonta a los sesenta y espejea la historia de una emergente banda de rock praguense con las intrigas familiares en la vida de un catedrático de filosofía en Cambridge. Eso debemos saberlo leyéndola, porque Tom no vino a hablarnos de ello. Prefiere en cambio hablar de la vida del dramaturgo, de los muchos malabares que habrá que hacer para pagar siempre la renta, de los procesos de escritura. Stoppard habla sin prisa ni apasionamientos: él ya viene de regreso de los años del amor, de una amistad fructífera y crítica con Václav Havel, de los muchos claroscuros que dividen a la contracultura del establishment . Aunque cansado, Tom es interesante, dan ganas de invitarlo a beber cerveza en un pub con un partido de futbol (del West Ham, por ejemplo) como música de fondo.
III
No se puede no ver a Martin Crimp. No se puede no ser seducido por Martin Crimp. Delgadísimo, alto, con una elegancia atemperada que es también una androginia que a todos fascina, Crimp no ha ido a hablar de él sino de otros, su taller de tres horas es una cátedra en la mejor tradición de Barthes y Derrida, es una disección serena e implacable sobre los mecanismos del lenguaje, de la palabra teatral, de la creación dramática a partir de la voz, la lengua y la narración. Trepidante pero sobrio, eléctrico pero inmutable, Martin Crimp sólo se altera cuando su cabello platinado, cortado a lo príncipe valiente, se desacomoda un milímetro. Su teatro, del que no habló, es la prueba mejor de que lo que vale narrar no es el evento, sino lo que de su final nos llega a través de los muchos filtros receptivos de la modernidad. Tras leer Attempts on her life o Fewer Emergencias , un par de lecciones brutales sobre el lenguaje, la frialdad y la violencia, no queda sino el deseo de ir por Martin para peinar su cabello antes de usarlo para estrellarle la cabeza contra un muro. De alguna u otra forma, es un detalle que agradecería, estamos seguros.
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