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Simbiosis, panoplia y circo
Jorge Moch
Es cosa reconocida que la relación del poder político mexicano con la televisión es una oscura suerte de simbiosis. Ese medio ha dispensado a los gobernantes, prácticamente desde su primera emisión (un largo, aburrido discurso, protocolo de cortesanas pleitesías antes indispensables al informe de gobierno de un presidente), oficios de vocero, defensor y apologista del poder. Es histórica la definición de uno de los barones de la dinastía Azcárraga, dueños de Televisa, cuando dijo que tanto él como sus empleados eran soldados al servicio del Partido Revolucionario Institucional, todavía megalito impenetrable y disimuladamente autoritario que constituía por sí solo el entramado de todas las estructuras, todas las complicidades con que encarnar, sostener y operar el gobierno. La televisión ha sido, pues, voz y representación de la conciencia gubernamental en términos de interpretación de una realidad particular, a menudo antagónica o divergente a la realidad nacional, construida a modo de sus interesados, los altos funcionarios, sus socios y familiares.
Mientras Televisa nació con la coyuntura tecnológica de la postguerra inmediatamente aprovechada por un presidente y sus amigos para apuntalar el presidencialismo (antes del presidencialismo, dice Carlos Monsiváis, “se padeció a su gemelo, el sinpresidencialismo ”), TV Azteca surgió, cuarenta años después, de ese culto al Ejecutivo todavía vigente, y de la privatización decretada por el gobierno de sus propias empresas televisivas, naturalmente mal administradas durante años de incompetencia y corrupción exacerbadas para su venta durante el salinato. Empresa vendida en los hechos más por asignación tramposa que como fruto de una adecuada licitación pública, TV Azteca fue adquirida por un empresario mueblista, presunto familiar del presidente Salinas, interesando la transacción turbios, millonarios recursos aportados en calidad de misterioso préstamo a quien hasta la fecha aparece como propietario, por parte del “hermano incómodo” del presidente, Raúl, quien estuvo preso unos años por diversos ilícitos durante el sexenio de Ernesto Zedillo, y a quien el gobierno de Vicente Fox finalmente restituyó libertad y buena parte de una ingente fortuna cuyo origen a los ciudadanos nunca nos ha resultado satisfactoriamente esclarecido.
No obstante que ambas compañías, Televisa y TV Azteca, comparten genéticas tramas de relaciones sospechosas con el poder que infieren manoseos al erario público, existe entre estas dos empresas “fuertes” una encarnizada rivalidad –al menos en apariencia, porque cierran filas cuando se trata de evitar la aparición de un mal tercio competidor– por la cuota de pantalla y, aquí lo realmente importante, por los presupuestos que el mismo gobierno y otras empresas fabricantes y comercializadoras de bienes de consumo dedican a sus respectivos intereses propagandísticos y publicitarios. Este parecería ser un dato irrelevante, común a la economía de mercado, pero contiene un ingrediente peculiar: Televisa, durante años dueña prácticamente de todas las barras de canales con índices importantes de teleaudiencia, habría de imprimir un tono más crítico y endurecer posiciones frente al gobierno, toda vez que fue a partir de éste, acatando iniciativas privatizadoras dictadas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que por primera vez en su historia vio nacer algún tipo de verdadera competencia en su mercado. Esta postura, sin embargo, no fue duradera ni verdaderamente antagónica al poder político, sino parte de un movimiento más amplio de apertura en los medios, para salvar apariencias en temas como los derechos humanos (tema en que sigue, por cierto, entrampado), que el gobierno encontró imperativo para poder suscribir con Estados Unidos y Canadá el Tratado de Libre Comercio.
Nunca en su historia ha dejado la televisión mexicana de prohijar al gobierno en turno. En fenómeno atomizado y multiplicado a lo largo de la red de capítulos locales que las televisoras han establecido en municipios principales de todos los estados del país, la tónica ha sido la misma con mínimas, esporádicas y a veces inexplicablemente honrosas excepciones: obsequiar, al poder político y a la oligarquía aliada, desde el arropamiento sutil hasta la coraza absolutoria mientras se genera la mayor cantidad posible de distracciones para el público; desde un comentario amistosamente exculpatorio hasta el denuesto del adversario. Por eso la oposición siempre encara fuertes campañas de desprestigio lanzadas por y desde la televisión. Con los años, y sobre todo a partir de la instauración de las políticas neoliberales y protoestadunidenses del salinato y su irrestricta observancia y continuación por parte de los regímenes de Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón, cuyas administraciones han resultado abrevadas en un mismo, estrecho e intransigente fundamentalismo capitalista, para funcionarios y oligarcas –de fuertes vínculos, además, con el clero católico y otras organizaciones derechistas de corte “duro” como el Yunque, la Unión Nacional de Padres de Familia, Provida y varias organizaciones de comerciantes, empresarios e industriales como el Consejo Coordinador Empresarial o la Confederación Patronal de la República Mexicana–, y desde luego allí las televisoras, el enemigo común ha sido la disidencia y en ello cualquier manifestación verdaderamente popular o de izquierda. El grado de sedimentación de la derecha gobernante en los medios electrónicos ha sido tal, que a raíz del desencuentro de la diplomacia de los gobiernos neoliberales mexicanos con los gobiernos de izquierda de América Latina, ya con la Venezuela de Hugo Chávez, ya con la Argentina de Néstor Kirchner, ya con la Cuba de los Castro, con el Ecuador de Correa o con la Bolivia de Morales, no ha sido extraño ver constantes descalificaciones de los conductores de noticiosos de Televisa y TV Azteca a los presidentes de esos países o a su política interna y aún el atrevimiento de criticar sus usos y costumbres con editoriales que van desde el comentario veladamente mordaz hasta la más vulgar de las burlas, siempre en la intentona de manipular la percepción pública a favor de los intereses o dichos de un gobierno mexicano a su vez colegido por los intereses y dichos de los Estados Unidos en el ámbito de su geopolítica territorial porque, como señala Furio Pombo: “La televisión tiende a buscarse a sí misma como prueba definitiva y eso aparece como razonable para los espectadores que se han acostumbrado, al convertirse en público, a ver la televisión, sobre todo, como una prueba .” Este mirarse al ombligo, esta perspectiva falsa es aplicable a todo lo que deba pasar por el tamiz explicativo de la televisión: desde el concepto de pobreza extrema hasta los problemas del clero mexicano con la justicia por la comisión –probada en varios casos– de delitos sexuales. Los exiguos, breves casos en que la televisión privada muestra una cara más crítica con las instituciones y el gobierno suelen darse en otras empresas televisivas, más pequeñas y de mucha menor penetración. Cuando algunos de esos programas o canales enteros han sido absorbidos por el monopolio bifronte de Televisa y TV Azteca, tales programas, tales conductores han sido segregados o sacados del aire. Allí están los casos de Carmen Aristegui, de Javier Solórzano, de Ciro Gómez Leyva y otros. Perviven mientras tanto muy pocos espacios de análisis y crítica que constituyen una rareza, tal que una mínima cuota de inteligencia en la televisión, como los programas de Denisse Maerker o Lorenzo Meyer.
Esa misma simbiosis ejerce en los funcionarios públicos que aspiran a cargos de elección popular una esfera de influencia que va paulatinamente trivializando la vocación al servicio público, de modo que en los procesos electorales cada vez se ve más lo aparente, lo vendible, y las campañas apuntan tal vez no al personaje idóneo por sus conocimientos, por sus cualidades morales o por su vasta experiencia para ocupar un puesto de gestión legislativa, por ejemplo, sino al más telegénico, el que quede mejor a cuadro. Muchos creemos que Vicente Fox resultó un claro ejemplo de ese fenómeno, que se puede calificar lo mismo de estrategia que de oportunismo. Tal vez allí radica la razón de por qué últimamente no vemos abogados, constitucionalistas o luchadores sociales en busca de una curul, sino jóvenes de estampa agradable –siempre, claro, adinerados– y guapas contendientes, a menudo sacadas de programas de la televisión, que no de los entresijos de la administración pública.
Son muchas las críticas que se le hacen a la televisión. Una de las más graves y de las que más se esmeran las televisoras en ignorar es el empobrecimiento del bagaje cultural de los mexicanos, porque si algo no hace la televisión privada en México es asumir su responsabilidad en materia de esa desnutrición intelectual colectiva que nos aqueja. El adelgazamiento del vocabulario de niños y jóvenes, su apatía escolar, la indolencia como rasgo idiosincrásico deben estar sin duda vinculados a que la televisión ha ido agravando la carencia del hábito de la lectura no sólo de libros, sino de periódicos y revistas. En pocos años, esos niños y jóvenes, como adultos, optan naturalmente por la televisión como el vehículo primordial con que informarse de la realidad circundante. Esta incauta predisposición de gruesos sectores de la población a mantener un solo canal de información con su entorno permite a la televisión, y por ende al poder político, cuando la relación entre ambas entidades es tan estrecha como en México, construir un ideario colectivo prácticamente monocorde en que el disenso, como se ha visto, sea rápidamente calificado de conflictivo y, por tanto, de enemigo común. Esta construcción del frente ideológico de la comunidad a partir de la interpretación sesgada, repetitiva y tramposa de un fenómeno de disidencia popular se puso a prueba claramente durante las pasadas, polémicas elecciones presidenciales: campañas televisivas saturadas de veneno, básicamente enderezadas contra el candidato incómodo a la derecha y la oligarquía que la sostiene; allí, desde luego, la ponzoñosa afirmación de que alguien es un peligro para México porque no comulga con el grueso de la doctrina empresarial pequeñoburguesa .
Intérprete y constructora de una realidad preconcebida en términos de cuotas de poder, la televisión se arroga fácilmente la posibilidad de que su público vea un solo mundo, un solo México en el que lo multicultural lleve el tufo de la incorrección política: es vieja baza de los autoritarismos que una sociedad homogénea es una sociedad dúctil, y aquí volveríamos en redondo a aquella acertada observación del novelista español José Ovejero: “A la derecha sólo le interesa preservar su orden y sus privilegios.” Su orden y su respeto. Puestos a pensar en esos términos, parecería entonces ser la televisión el vehículo idóneo para, como el escritor peruano Alfredo Bryce-Echenique, no sin cierta pesadumbre, adivinar “sólo una sociedad que produce bienes de consumo y males y que, a decir de Octavio Paz, tiene a Eros por uno de sus empleados”, mientras todo lo rige con luengas riendas de incertidumbre un régimen de mediocres, desinformadas democracias, en triunvirato con el verdadero poder: el capital a su vez vinculado a la banca extranjera y los omniscientes medios, o sea la poderosa televisión, la que en la realidad va dictando no sólo la agenda, sino qué de tangible resulta lo que miramos por esa ventana virtual, ese oráculo moderno, esa caja idiota que se nos vino a convertir en el hogar en torno al que se reúne la familia, pero, a diferencia de antes, no para conversar, sino para recibir, asimilar y digerir en estado casi hipnótico los dictados convergentes, las modas, los costumbrismos pintorescos y la desnutrición cultural con que habremos de ir deconstruyendo esta lamentable identidad global que cada vez nos caracteriza menos para irnos haciendo a todos iguales. A su imagen y semejanza.
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