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Felipe Garrido
Memorias
En aquellas jornadas de polvo y sol, mientras trazábamos el final del camino, en la costa, me hacía falta, al declinar el día, el recóndito serenamiento que procura la mujer. No conozco nada más triste que esas noches que paso sin una mujer a mi lado. Tal avidez ha siempre regido mis días. Había tres o cuatro prostitutas en el pueblo, a espaldas de la parroquia, en una fonda flanqueada por palmas que daba a la playa, según me dijeron. Yo las conocí de lejos: esbeltas y recias, descalzas, flexibles, envueltas en largas faldas y huipiles que les dejaban ver los pechos. No es que me diera pena buscarlas. Tampoco es que temiera sentirme tentado por ellas. Pero, según se decía, eran peligrosas. Y tal vez no mentían. Pues ocurrió que, cuando levantamos el campamento, uno de los ingenieros que solía buscarlas no aparecía. Lo hallamos acurrucado contra la fonda. Temblaba como si tuviera fiebre; no quería seguir con nosotros; hablaba de una sirena. |