Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 26 de abril de 2015 Num: 1051

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Tres poetas

José Kozer:
claroscuros de
emoción e inteligencia

Jair Cortés

La pintura en la
Bolsa o el arte
como valor seguro

Vilma Fuentes

Eduardo Galeano
y los zapatistas: con
los dioses adentro

Luis Hernández Navarro

Eduardo Galeano:
escribir en el
siglo del viento

Gustavo Ogarrio

Galeano y el
oficio de narrar

Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Eduardo Galeano

Fragmento de
una biografía

Nikos Karidis

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Miguel Ángel Quemain
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Twitter: @mquemain

Boliver y Peláez, los aforismos
emocionales de Coco Chanel

Coco, mademoiselle Gabrielle, es un monólogo que escribió Silvia Peláez para Pilar Boliver. Todo parece indicar que se trata de Coco Chanel y que todo sucede el 10 de enero de 1971 en una suite del Hotel Ritz, donde Coco aparece lánguida en un pijama blanco de seda con ribetes negros, en una batalla campal contra su edad (“estoy ochenta y siete años cansada”).

Mademoiselle Gabrielle se bate contra el demonio del tiempo los lunes en el Teatro de La Capilla, apoyada en unas cuantas herramientas: una réplica del frasco de Chanel No. 5 en miniatura, un frasco de morfina, dos cajas de metal con una jeringa de vidrio. “Ese olor a camelias… me asquea… O soy yo, la que expide este aroma agrio, avinagrado de vieja. ¡Odio el olor de ser vieja! Aunque me ponga una, dos, quinientas gotas, esta peste que sale de mis poros no se mitiga. Huelo a músculos atrofiados, a células muertas, a decrepitud, a ausencias.”

Digo que todo parece indicar que se trata de un personaje histórico de la moda del siglo XX; sin embargo, me queda la certeza de que bajo esa cáscara fina ambientada y tejida para establecer un horizonte referencial que atrae al espectador, está bordada una historia sobre las vicisitudes de la identidad, de la edad y de una forma de ser mujer que tiene una tradición larga y fecunda en el siglo XX, y que va de Colette a Beauvoir, de Patricia Highsmith a Doris Lessing, de Yourcenar a Jelinek.


Pilar Boliver

Silvia Peláez parece más fiel a la tradición que fincó Doris Lessing, sobre ese proceso que le pone a la identidad una fecha de caducidad que inicia cuando la certeza de la vejez se apodera de esa construcción cultural y psíquica que llamamos femenino y que se traza sobre el bordado fino de lo cotidiano (“Una no debería morir sola”).

Son, entonces, dos los ejes sobre los que gravita esta obra dirigida con pasión y prudencia; actuada con una enorme capacidad de atravesar a lo largo de una hora y media distintos registros emocionales y simbólicos que sólo alguien con la formación de Boliver puede correr sin perder la medida de cada interpretación.

Hay una complicidad evidente entre la directora y la actriz. Si bien Peláez parece modular y estirar la liga emocional de Boliver, la actriz le corresponde con pausas precisas para que el texto tenga la posibilidad de una especie de soberanía que le permite una existencia independiente y, al mismo tiempo, inseparable de un tono, de la interpretación exacta.

Me parece que el lujo de estas mancuernas debería ser una práctica constante en nuestro teatro. Actrices como Boliver deberían recibir periódicamente ese tributo que la dramaturgia agradecida debe rendirle a los actores que permiten que el texto encuentre dimensiones inéditas una vez que se interpreta y vive para la escena.

La directora y dramaturga está enamorada de su texto, de una contundencia rítmica y poética resultado de respirar con una actriz a la que se le puede exigir cualquier clase de esfuerzo, pero que aquí no sólo es el blanco de una demanda sino también un objeto escénico idealizado y querido por la escritora, que le permite encontrar en un conjunto de asociaciones una memoria corporal y gestual que forma parte del repertorio y la experiencia de Boliver.

Hay una cualidad en esta última que hace que en todo momento conservemos la certeza de estar en el teatro y ser conscientes de que lo que sucede en el escenario le está pasando a un conjunto de relaciones entre la historia y la literatura, pero que también acontece bajo la piel de alguien cuyo trabajo puede colocar la lupa del espectador donde se le antoje, porque domina su corporalidad, porque es capaz de enfrentarnos a un cuerpo octogenario que ha perdido casi todas sus virtudes y es un cúmulo de dolores e indiferencias que logran entrar en concierto con un texto exigente en los tonos y contrapuntos constantes.

Peláez ha escrito una obra sobre la adicción, sobre el dolor crónico y creciente, sobre la soledad y unos fantasmas que convocan a la discusión en voz alta (esa forma de decrepitud que obliga a algunos viejos a mascullar maldiciones, quejas, interpelaciones, súplicas) con lo que esté a mano: objetos, mascotas, plantas...

Esta es una obra sobre la caída y el orgullo, sobre el desprecio de una edad moderna tan cargada de estupidez, miseria y mezquindad. Es la certeza de saberse un clásico y ofrecer un sarcasmo permanente sobre la transitoriedad de sus adversarios. Pasan “con sus talles relamidos y sus faldas amponas como carpas de circo: A-Dior, mi querido Dior”.