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Soliloquio antisocial
De pequeño me enseñaron que el país y la Historia los construimos entre todos. Que cada uno tiene su responsabilidad específica, diminuta pero imprescindible en la suma de todos los actos que componen una nación. La patria estaba representada en nuestros importantísimos libros de texto como una dama altiva y hermosa, morena, que se arropaba en la bandera nacional. Y tenía el mejor sitio: la portada. La Historia de México estaba salpicada de actos heroicos, de un irrecusable sentido, quizá algo manido en lo trágico, del sacrificio por el bien común. Por eso debíamos decirle “no” al contrabando. Por eso era un pecado y un crimen ofrecer o aceptar “mordida”. La rectitud, la coherencia y la honestidad no estaban sujetas a ser negociadas porque éramos, me decían, personas honorables. Mis abuelos y mis padres predicaron con un ejemplo que creo intachable.
Pero crecí. Conocí mundo y lo comparé inevitablemente con mi entorno. Y en la codicia y la corrupción rastreras encontraron explicación muchas taras, máculas que eran encontronazo diario con la prédica nacionalista: las colonias sin asfalto ni agua corriente; las muertes de miles de niños al año por enfermedades previsibles y curables; los tiraderos de basura a cielo abierto y la gente miserable que hurgaba en ella; el desabasto –y el desgano, el sempiterno aburrimiento pintado en la jeta de recepcionistas, enfermeras y médicos– en los hospitales del Estado, la malicia reptil (con perdón de víboras y cocodrilos) de los agentes de tránsito, la persistencia lunar de los baches. Y luego supe de Tlatelolco y otras masacres y estúpidos baños de sangre, y en el fanatismo ciego y enrabiado encontré respuestas a viejas preguntas: por qué maltrataban los maestros del colegio a los compañeros judíos, por qué se negaban los curas a la contracepción –por qué se metían en alcoba ajena–, por qué adoramos los mexicanos a crucificados, espinados, emparrillados, desmembrados. Por qué exaltamos el sufrimiento y no la realización, el martirio y no la plenitud. Por qué hacemos beatos a crueles, intolerantes gañanes que desorejaban maestros. Por qué nos contentamos con promesas de póstumas, celestiales y etéreas recompensas si nos las merecemos aquí y ahora.
Y sólo así, desde la óptica de la maldad y el vicio, entendí que un chacal, (con perdón de los chacales) desde un arzobispado o desde una curul legislativa, o desde su amplio despacho de director empresarial protege, con el pretexto que sea, a un violador de niñas. Entendí que nos hemos convertido en raza nefasta si es que alguna vez fuimos otra cosa, y estoy condenado, porque pertenezco a la misma especie, a un aborrecimiento absurdo. Vivo dividido entre el amor y la misantropía. Y a menudo gana la segunda. Como no me gusta el ruido, ni la fiesta, ni la tambora ni los rezos ni el futbol, me he ido aislando concienzudamente. De manera deliberada decidí vivir en un sitio más o menos recóndito, pero la estupidez, disfrazada de muchas otras cosas –el progreso, por ejemplo– siempre parece estarme pisando los talones. Siempre hay un imbécil que quiere hacer aquí, demasiado cerca, un desarrollito. Siempre hay un cretino insaciable que se piensa urbanista. Siempre mete su pezuña en mi quicio el mercachifle.
Hoy un imbécil vino a ofrecer terrenos cercanos a donde vivo para construir casas. Trajo a otro imbécil como él y fumaron, y posaron, y se palmearon las espaldas contando chistes idiotas. Allí escupieron las bachichas infectas de sus cigarrillos, venenosas. Contemplaron el paisaje y en lugar de árboles solamente vieron casas y avenidas y concreto, y el estúpido camión de la Coca surtiendo un Oxxo.
Hoy vino un imbécil y con una escopeta hizo disparos intentando matar conejos y chachalacas, y los pájaros se largaron y se llevaron sus trinos a otro lado, dejándonos más solos. Y cuando pedí a gritos que se fuera de aquí con sus armas y su delirio pendejo, me contestó con tiros al aire, plantándose, muy macho, aunque él y yo sabemos que si me encuentra con la Colt en la mano del susto le va a dar diarrea, porque con las armas no se juega pero hay que saber usarlas y todos sabemos para qué son.
Hoy vino un imbécil y se metió a mi casa por los anuncios de la televisión. Vendió en mi nombre, sin mi permiso, las riquezas de mi suelo. Del tuyo. Del nuestro. Porque le ofrecieron jugosas, secretas comisiones; porque tiene fuero y poder transitorios que él, siendo imbécil, percibe sin fecha de caducidad. Pero la fecha está allí. De nosotros depende su vigencia.
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