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Francisco J. Garrido
La radio aturde, la televisión es hipnótica, como serpiente de celuloide, e internet marea, madrea. Por eso yo seguiré leyendo periódicos impresos, donde sé que, aunque entre líneas, encontraré la verdad. Claro que se puede engañar a un radioescucha, televidente o escaneador de pantallitas luminosas, pero a un lector de periódico que se toma en serio su papel, que consigue el tiempo suficiente para la relectura y el análisis crítico y que no tiene miedo a mancharse los dedos de tinta, es muy difícil hacerlo caer en la trampa.
En estos tiempos, cuando el que no seamos paranoicos no quiere decir que no conspiren contra nosotros, buscar es una tarea impostergable y yo tengo la paciencia, disciplina e inteligencia suficientes para hacerlo, y de paso alertar a los menos capacitados. Para cumplir mi sagrada misión busco en todas partes, porque la verdad –como la mentira– cabe en cualquier lugar, pero desconfío de aquellas ediciones, sobre todo dominicales, cuya lectura completa requeriría más de 24 horas de trabajo continuo; o de aquellos modernos periódicos, más preocupados por no ensuciarte que por informar.
Es más, para mí es un orgullo que a pesar de mantener mis uñas muy cortas bajo ellas se me vaya incrustando la negra tinta, que también llena ya, parece que sin intención de abandonarme, las depresiones más profundas de los surcos que conforman mis huellas digitales, porque las yemas de mis dedos recorren –a veces creo que por cuenta propia– con avidez las letras que van ocultando y revelando poco a poco para resaltar el interés al cerebro.
Mis métodos de desentrañamiento del mensaje (o mensajes) plasmados sobre el papel periódico van dando frutos, y ya he podido formar un grupo de adictos, digo, adeptos a mis sin modestia falsa certeras revelaciones. Pero el éxito cobra su factura en compromisos cada vez mayores, al punto de que conforme quito horas al sueño para endosárselas a la lectura de periódicos, la tinta va trepando por mis dedos, lentamente pero sin detenerse, desafiante, como sabiendo que yo no puedo oponerle resistencia.
Sube, pinta, cubre y además va dejando gelatinosos los territorios conquistados. Por lo pronto ya es dueña indiscutible de la voluntad de mis dedos, quienes perdieron su libertad por andar queriendo independizarse de mí. Mientras más me cubre, la tinta va aprendiendo a escribir con sus dedos-herramienta, o al menos a reescribir las noticias a su antojo. Tal apropiamiento me ayudó al principio: ya no tenía que releer y analizar críticamente para entresacar la verdad, pues ésta se me revelaba en escritura automática conforme mis dedos como de gelatina de petróleo recorrían las páginas del periódico, reescribiéndolas.
Lo malo fue cuando en esas condiciones pasamos por una sección cultural de domingo que contenía la reseña de una novela, pues justo allí los dedos, la tinta, yo; se, me, nos contagiaron, contagió, contagiamos por el gusto a la ficción. Entonces olvidé mis afanes por revelar verdades esenciales y mandé al cuerno a mis adeptos, que ellos se las arreglaran como pudieran, al fin que nunca fueron muchos.
Para cuando por mi condición y consistencia tuve que mudarme a un tintero, sin más pertenencias que mis nuevas, intensas, ganas de fantasear, me dediqué a cazar pedazos de papel virgen, blanco, sin mácula, e impregnarlos de arañas-letras para enredar palabras, frases, líneas, párrafos, páginas, historias. Pero esa tinta en la que me había convertido, tan contaminada de noticias y del afán por encontrarles la verdad, se convirtió en una mal pergeñadora de ficciones como, he ahora de reconocer, muchos periódicos eran malos contadores de verdades.
A punto de desenmarañar el enredo de las verdades relativas y las mentiras que no lo eran tanto, mi casa se quedó vacía y yo desaparecí sin remedio de esta vida tan manchada.
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