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Promenade
Luis Bernardo Pérez
Es el menos conocido de los deportes olímpicos. Carece del brillo que distingue a otras pruebas y no propicia pugnas ni rivalidad entre los participantes. Tampoco lleva al límite la resistencia física del atleta ni provoca el arrebato del público. Quizá por estas razones ha padecido el menosprecio de los medios de comunicación, los cuales sólo muestran interés por aquello que pueden transformar en espectáculo. También es desdeñado por ciertos cronistas demasiado escrupulosos, quienes descalifican toda competencia donde no se hace alarde de fuerza, rapidez o resistencia. Sin embargo, debemos recordarles a estos últimos que el principal promotor de dicho deporte fue el mismísimo Pierre de Coubertin, fundador de las Olimpiadas modernas.
En efecto, poco antes de morir, el barón quiso darle a los Juegos un contrapeso capaz de atenuar la excesiva rivalidad que comenzaba a advertir en ellos. Temía que, con el paso del tiempo, la justa olímpica terminara centrándose exclusivamente en el aspecto competitivo y dejara de ser un encuentro fraternal entre las naciones. Por tal motivo propuso un evento que fuera la negación misma de la lucha y la confrontación.
Turistas en la antigua Olympia se alinean en el bloque original de salida del maratón |
Pese a la validez de sus razones, la iniciativa del barón despertó en su momento poco interés. Al final fue aprobada solamente para no contrariarlo. Desde entonces el nuevo deporte comenzó a practicarse de manera oficial. El propio De Coubertin lo bautizó con el nombre de promenade, clasificándolo dentro de las pruebas de fondo. Se realiza durante la primera semana de competencias y concluye con el fin de los Juegos. Al igual que la maratón y la caminata, tiene lugar en las calles de la ciudad, pero no cuenta con una ruta preestablecida, aunque quizá sería más justo decir que posee tantas rutas como atletas toman parte en ella. Así, cuando suena el disparo de salida, cada cual elige su propio camino de acuerdo con el impulso del momento o siguiendo alguna secreta intuición. Como es de suponerse, tal proceder desconcierta a aquellos espectadores poco familiarizados con esta modalidad deportiva.
El nombre de promenade, palabra francesa utilizada aquí en su acepción más amplia –en el sentido de paseo– da una muy buena idea de la naturaleza de esta disciplina. El participante tiene prohibido correr. Tampoco se le permite ejecutar el característico trotecito de los marchistas. El ritmo a seguir deberá ser, como el propio nombre lo indica, el del paseante que recorre la ciudad, libre de apremios y obligaciones, deteniéndose de tanto en tanto para apreciar el trazo de las avenidas, los monumentos a los héroes locales y los edificios públicos. Es un avance sosegado que invita a mezclarse con la gente que se reúne en las plazas y jardines. El reglamento autoriza visitar los museos, conversar con los transeúntes, entrar a las tiendas para comprar tabaco y echar una mirada a los tenderetes de bazares y mercadillos.
Más que una sobresaliente condición física, este deporte reclama un espíritu curioso, sociable y, sobre todo, sereno. También demanda una sensibilidad receptiva, capaz de entregarse al disfrute de las pequeñas cosas de la vida: el agua fresca de las fuentes, el ir y venir de las palomas en los parques, la arquitectura de las casas antiguas, el escaparate de una tienda de numismática, el pregón de un vendedor callejero, el sabor de los platillos típicos del lugar o el delicado rostro de una mujer, entrevisto fugazmente, tras el cristal de una ventana.
Acorde con este espíritu, la entrada al estadio carece de espectacularidad. Los participantes no son recibidos en medio de aplausos y vítores. Generalmente ingresan por una puerta lateral y la ceremonia de premiación es realizada de manera discreta. Y, desafiando la lógica tradicional, el ganador no es el que llega primero; aquí la victoria está determinada por la cantidad y calidad de las experiencias vividas durante las jornadas previas, lo cual hace que la decisión de los jueces resulte en extremo difícil y se apoye en criterios demasiado subjetivos. Ello no desata polémicas pues, en el fondo, nadie se muestra demasiado ansioso por reclamar la victoria. Ésta se entiende, más bien, como una conquista interior, como un triunfo personal que no precisa de medallas ni coronas de laurel.
Suele ocurrir que ciertos participantes continúen con la competencia aun cuando ésta haya concluido oficialmente. Tales personas se han dejado seducir por la ciudad y se adentran en su geografía, perseverando en un recorrido cuyo término quizá ni siquiera ellos conocen. En ocasiones se los encuentra uno en la calle. Algunos ya son viejos. Es posible identificarlos gracias al uniforme de competencia, el cual portan con orgullo pese a que los colores representativos de su país casi se han desvanecido a causa de la lluvia y el sol. Se les ve en las terrazas de los cafés, jugando dominó al aire libre, paseando por alguna avenida arbolada o entre las personas que, en una esquina cualquiera, escuchan a un ciego tocar el acordeón.
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