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Verónica Murguía
El sol con un dedo
Para Óscar y Paula
Hace unos días, en la zapatería, presencié una escena que intensificó una de mis obsesiones: atestigüé cómo una pareja de niños de primaria se paralizaba ante la foto de un puente de donde colgaban cuatro cuerpos.
Los niños iban con su madre, una señora que llevaba unos tenis a vulcanizar. Mientras ella instruía al zapatero, los niños asomaban las caras sobre el mostrador para estudiar mejor a los cuatro “ejecutados”, dos de los cuales tenían los pantalones bajados. A pesar de este detalle, que podría suscitar una sonrisita salaz, los niños estaban asustadísimos. El mayor, en silencio, señaló la sangre que coloreaba la camisa de uno de los muertos.
El periódico pertenecía al zapatero, quien, ocupado con la señora, no se percató de nada. Él no, pero yo sí. Los niños tenían en la cara una mezcla de curiosidad y terror que recordé perfectamente.
La vi durante mi infancia reflejada en el espejo después de avistar la soez portada del ¡Alarma!; en los rostros de mis compañeros de cuarto año al divisar el cuerpo del ciclista atropellado; en la cara, en fin, de los niños al enfrentarse al horror.
Recuerdo, como seguramente lo puede hacer el lector, cómo los adultos trataron de ocultar la crueldad, la muerte, el dolor. No pudieron. Vi, escuché, supe. Y eso que me tocó otro México.
Ilustración de Patricio Betteo |
Ahora que soy un adulto que escribe cuentos para niños como parte de mi trabajo, no hago más que preguntarme cuánta realidad debo permitir que empape las historias que escribo. Es un problema muy viejo, que cada autor resuelve como puede.
Por una parte, pocas cosas detesto más que la cursilería. Pero también comprendo al autor bien intencionado que aspira a entregar al niño una obra donde nada malo pase; el impulso de inventar un México habitado por buenos, donde el villano venga de Marte o sea un inadaptado quien, al llegar al final, entienda que se ha portado mal y decida convertirse en un pan de Dios.
Lo malo es que esos libros no sirven, porque los niños ven a través de ellos. Los que no saben sopesarlos críticamente son los adultos, quienes desean preservar a los niños que dependen de ellos, a los niños que aman o simplemente que conocen.
Los buenos escritores para niños saben que tapar el sol con un dedo no es posible. Que no se trata de depositar los horrores de la realidad tal como la percibimos nosotros –como quiera ya pertrechados con experiencias– en la mente infantil y tampoco negarlos. El buen escritor de libros para niños acepta que el niño ve y razona, pues, a su manera, distinta a la de los adultos, es partícipe de la vida y registra el mundo con nitidez irrepetible.
Y eso me trae al libro que deseo comentar: Los ojos de Lía, de Yuri Herrera, ilustrado por Patricio Betteo. En este álbum encontré la respuesta de Herrera a la pregunta de la violencia, una respuesta al mismo tiempo honesta y alentadora.
Lía, la protagonista, es una niña normal que vive en un lugar cualquiera del país. Como todos los niños, se entera de lo que sucede por la televisión, las conversaciones en la escuela, los murmullos de los padres, los periódicos.
Todos los niños saben. Hay un chiste contado por un compañero de la escuela acerca de una cabeza vagabunda; bravuconadas proferidas por otro. Se sienten el miedo y la opacidad. Los padres de Lía la amparan, hasta ocultando con sus cuerpos lo que aparece en la tele.
Hasta el día en que Lía ve la violencia en primera fila. Aquí hay que decir que las ilustraciones de Betteo, de acuerdo con la tónica de la historia, no se regodean en lo cruel, pero no encubren; sugieren con serenidad y compasión. Vemos lo que Lía vio y la escena nos interroga.
Lía, pues, comienza a recortar la realidad, a moverse en un ámbito cada vez más pequeño. Entiende que aunque sus padres y maestros se esfuercen por aparentar que la vida sigue igual, no es así.
El miedo la trastorna. Pero pueden más la rabia y la solidaridad. Lía entiende que mirar un cadáver como a un ser humano, “no como a una lata vacía, que en las arrugas al borde de los ojos le veía tristeza y también historias, una vida vivida, una seña de que él era mucho más que una vida terminada de golpe”, la libera.
A. Comte Sponville afirma que la muerte no puede arrebatarnos el haber vivido. Este libro revela ese mismo secreto a los niños, además de otra cifra vital: la idea de que no estaremos solos ante el horror mientras podamos, nosotros, tenderle la mano a otro.
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