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Alejandro Michelena
Vinicius de Moraes a los cien años
La primera etapa artística, la más lejana de Vinicius de Moraes, la de la década de los años treinta, lo muestra como un joven abogado –perteneciente a una familia de buen pasar y perfil intelectual– para quien la poesía se va tornando en una vocación impostergable. De esa época, el punto más alto estuvo signado por Ariadna a mulher (1936), pequeño volumen en el que, retomando el mito griego de Ariadna, el poeta transmuta y trasciende hacia dimensiones místicas a través de la mediación de la mujer. Este gran poema, considerado entre los mayores en lengua portuguesa en el siglo XX, marca entonces lo que va a ser un constante leit motiv del autor: la mujer en cuanto misterio a develar, y el camino del erotismo como una vía de conocimiento. Lo que afirmamos se puede apreciar leyendo sus estupendos sonetos, o ese libro emblemático que es Para vivir un gran amor.
La experiencia poética fue muy anterior al éxito y la fama. Pasarían algunos años todavía para que lo alcanzara la notoriedad, a fines de los años cincuenta, con el filme Orfeo Negro de Mario Camus. Esta película está basada en una obra teatral de su autoría, pero Vinicius hizo la adaptación y escribió el libreto, incluyendo además en la trama algunas de sus canciones. En ese período residía en Francia y estaba en pleno desarrollo su carrera diplomática, misma que lo llevaría poco después al consulado en Uruguay, durante el dinámico período de la presidencia de Juscelino Kubitschek.
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Llegó entonces el momento en que iba a establecer una peculiar relación de cercanía con las capitales del Río de la Plata, donde pudo hacer amistades definitivas y comenzó a mostrar públicamente su avatar de compositor musical y letrista. La Fusa de Buenos Aires, y del otro lado del río su homónima del balneario de Punta del Este, así como el legendario Chez Carlos de Montevideo, serían los reductos propicios para el lanzamiento de esa peculiar fusión entre música popular brasileña y jazz que fuera bautizada como bossa nova.
Vinicius conformó, junto al gran Tom Jobim y Joao Gilberto, la trinidad de la renovación musical brasileña, destinada a catapultar al gran país sudamericano y su arte nuevamente por el mundo, en un suceso equivalente al generado por la mítica Carmen Miranda en los años cuarenta.
¿Quién no ha tarareado alguna vez canciones suyas inolvidables, como “Garota de Ipanema” o “Mañana de Carnaval”? En muchas casas de todas las capitales latinoamericanas se conserva todavía aquel disco emblemático de los años setenta –uno de los grandes y añejos long play– donde Vinicius, Toquinho y María Creuza desglosan lo mejor del cancionero del primero, donde las canciones y el peculiar “decir” poético del viejo pope hacen un interesante contrapunto. Canciones que, como el caso de “Garota de Ipanema”, pasaron a integrar el repertorio permanente de artistas de la fama de Frank Sinatra.
La peculiarísima figura de Vinicius de Moraes, con su larga cabellera blanca, los eternos lentes oscuros y la vestimenta informal del mismo tono, siempre con un vaso de whisky en la mano y una leve sonrisa de buda festivo y bonachón en los labios finos e inteligentes, quedará para siempre asociada al fenómeno musical de la bossa nova. A tantos años de su muerte, en 1980, su silueta algo redondeada, las jóvenes y bellísimas mujeres siempre cambiantes que lo acompañaban, su indisimulada condición de gozador empedernido de todas las bondades que ofrece la vida, su decir algo sentencioso, forman parte insustituible de ese “panteón intangible de los inmortales” del imaginario artístico de América Latina.
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