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El tiempo de
Mark Strand
José María Espinasa
El lapso que va de los poetas beats, presididos por el Aullido, de Allen Ginsberg (1926-1997), a los poetas de una década después, está signado por el desencanto y la soledad. Hay poca diferencia en años entre el autor de Kadissh y Mark Strand, que nace en 1934, apenas siete años de diferencia y, sin embargo, entre sus tonos y ritmos parece haber un abismo. Y en español, en México, los beats fueron muy leídos y después olvidados, y hoy viven un cierto resurgimiento. Strand, en cambio, más que conocido en los últimos años ha sido reconocido, y eso se debe a que el diálogo entre ambas poesías es más estrecho y en cierta forma más constante.
Los beats fueron deslumbrantes, pero fue la cercanía geográfica, las referencias esotéricas y el exotismo, así como la necesidad por igual de paraísos artificiales (hongos, peyote, ácido) como de paraísos naturales, lo que les dio popularidad. El gran momento de esa relación fue la revista El Corno Emplumado (Margaret Randall/ Sergio Mondragón) y la aparición de la Antología de la poesía norteamericana, de Agustí Bartra. Después la relación ha sido cuando menos tartamuda e intermitente –con tres puntos de referencia: Dos siglos de poesía norteamericana (Alberto Blanco), Una antología de la poesía norteamericana (Eliot Weinberger) y La escuela de Harold Bloom (Harold Bloom/Jeannette l.Clariond)– y muchas veces confusa.
Strand fue amigo de Octavio Paz y su presencia en Vuelta (al igual que en Letras Libres) fue constante. Y desde ese entonces se mostraba no sólo como un importante poeta gringo, sino como importante para nosotros los lectores en español (y, en especial, para los de México); hay algo en su tono que lo vuelve interlocutor de nuestra tradición. Por eso fue natural que, hasta donde sé, el primer libro de poemas en español de este autor apareciera en México (en Ediciones Toledo y traducido por Elisa Rodríguez Castañeda).
Hoy, 2013, es uno de los poetas más prestigiosos de la lírica estadunidense y me atrevería a decir que el más conocido, leído y traducido al español. Y diría que 2013 es su año. En enero de 2013 la revista Letras Libres publicó una entrevista con él. Por ella sabemos que vive en Madrid, que se ha retirado de la poesía y que cuando vivía en México, con sus padres, la lectura de Neruda (Veinte poemas de amor y una canción desesperada) y Wallace Stevens (“Trece maneras de mirar un mirlo”) lo llevó a la poesía, pues su vocación original era la pintura (a la que ahora, casi a sus ochenta años, “vuelve” con el collage).
En esa entrevista también hace evidente su amistad y su admiración por Octavio Paz, a quien conoce al colaborar para hacer una antología de poesía mexicana en inglés. Señala en la entrevista a la par que su admiración, sus divergencias, son sobre todo de índole político. Strand se considera un hombre de izquierda. Ambos poetas se tradujeron y establecieron un diálogo que acercó inevitablemente a Strand a la cultura mexicana.
Uno de sus rasgos más evidentes es el que, como otros poetas gringos de su edad, ya no se aísla en la autosuficiencia y orgullo casi autista de Estados Unidos, sino que sale al encuentro de la poesía en otras lenguas y latitudes. De un papel menor en la lírica estadunidense hasta los años ochenta, Strand pasó después a ser un poeta laureado y a ganar el Pullitzer. De ser un poeta de culto entre los mexicanos a ser un escritor muy editado en español. Menciono algunas ediciones importantes en nuestro idioma: Sólo una canción (2004) en Pre-Textos, antología con prólogo, selección y traducción del escritor peruano Eduardo Chirinos; La vida continua/Puerto oscuro (2006) en Calamus, con traducción de la poeta mexicana Elisa Ramírez Castañeda, misma que también tradujo la antología Emblemas (1988) para El Tucán de Virginia y El monumento (Universidad de Zacatecas, 1989), tal vez los dos primeros libros de Strand en español.
Aunque él no presta mucha atención al hecho de haber nacido en Canadá, a nosotros sí nos permite pensar que esa condición de meteco en su propia patria literaria, la estadunidense, le da un carisma distinto, como a Charles Simic o a Derek Walcott. Y que esa condición mestiza de la lírica gringa abre las ventanas hacia los otros. Y esa apertura es correspondida por la atención de los propios poetas que lo traducen a la lengua española. Las ediciones mencionadas líneas arriba no son las únicas (la editorial Visor en España ha publicado varios títulos) y dan una buena imagen de la obra de Strand.
No obstante, y con la paradoja de que él ha dicho que ya no escribirá poesía, 2013 es el año de Strand en español. Su libro Casi invisible, de poemas en prosa, ha aparecido casi simultáneamente a su edición en inglés, traducido al español y publicado en Visor, pero en versión del mexicano Julio Trujillo. Y en El Tucán de Virginia una amplia antología, La vida incesante y otros poemas, en versiones de Katherine M. Hedeen y Víctor Rodríguez Núñez. Son estos dos libros los que dan motivo a esta nota.
La posibilidad de leer a Strand en distintas traducciones es una fortuna. Parece un poeta fácil de traducir, pero no lo es. Las que más me gustan a mí, no sé si porque fueron las que leí primero, son las de Elisa Ramírez, pero me queda claro que su inserción entre los lectores de lengua española pasa por la atención que aquí se le ha prestado. Su edición en España traerá –ya lo ha hecho– una mayor presencia. En todo caso me parece evidente que el tiempo de Strand en español ha llegado y que estamos ante un gran poeta. Y agregaría que estamos ante una generación de poetas gringos que hace sentir su presencia en nuestra lengua, si sumamos a Walcott, Jay Wright y al ya mencionado Charles Simic. La poesía de Estados Unidos había caído no tanto en un contraste subrayado en blanco y negro, sino en una textura gris sin mucha gracia. La lectura de Strand nos muestra que esa es una apariencia y que su realidad, en el siglo XXI, es otra.
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