Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 1 de septiembre de 2013 Num: 965

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El tiempo de Mark Strand
José María Espinasa

Política y vida
Blanche Petrich entrevista
con Porfirio Muñoz Ledo

Abbey, el rebelde
Ricardo Guzmán Wolffer

El gatopardismo
de la existencia

Xabier F. Coronado

El gatopardo,
de Visconti

Marco Antonio Campos

Rafael Ramírez Heredia. Cuando el duende baja
José Ángel Leyva

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Alejandro Michelena
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Francisco Torres Córdova
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Lluvia con sol

Para Maya

Con paso lento y poroso llega al sillón. Deja caer su peso con la mueca de un viejo dolor de espalda y un hondo suspiro. El cabello blanco y brillante sujetado en un rizo delicado detrás de la cabeza y cubierto con una franja ancha de satín blanco a manera de turbante; camisola blanca, holgados pantalones blancos, alpargatas blancas, grandes lentes oscuros de armazón blanco, de plata los pendientes largos, negras y blancas las diminutas cuentas de los dos collares que ella misma engarzó y trenzó hace muchos años de sus tantos años, las manos nudosas, cruzadas de venas oscuras que resaltan bajo la piel delgada, las uñas bien torneadas y perfectamente rojas. Su perra pastor se le acerca moviendo la cola. A la izquierda, tras el ventanal de la sala, se abre el jardín que descansa y atesora resonancias. Se quita los lentes y los deja en la mesita junto al sillón, sobre las cajitas traídas de sus múltiples viajes que le llenan la voz y le encienden la mirada. Entre algunas nubes, la luz de la tarde se dilata todavía mientras ella asiente satisfecha al contemplar siempre como si fuera la primera vez la disposición meditada de los muebles en los espacios y rincones de su casa, la simetría de los cuadros en los muros, su particular historia en el polvo fino que acumulan. Viene de toda su vida a este instante preciso y cotidiano, ya cumplidos los deberes con los hijos, canceladas las fatigas de su oficio de palabras en dos lenguas simultáneas, pero vigentes y altos sus orgullos; viene con todas sus edades juntas en un rumor de agua, voluntad, sangre y aliento, tramadas en las fibras del encuentro primigenio de la luz con la materia que va labrándose en la piel y dejando honduras inefables en los ojos. Los dolores del alma, excepto uno, irrevocable y sin contornos, imbricada su sólida presencia en el flujo secreto de los días, y las marcas en los labios de una antigua herida sobre lo que fue o no fue el amor, ya ovillados en los nichos de los huesos, quietos y sabidos sus asombros, rendidas al sosiego o al olvido sus angustias. Ahí sentada, a la orilla de sí misma y de su tiempo, en el flujo de las horas que avanzan por el borde azul de las venillas en sus sienes, se guarda en un silencio repentino y suyo, en una suave intimidad indescifrable. Hay una claridad serena en su rostro, una certeza firme y simple en su mirada. Entonces, desde la llama que la alumbra ante la pura vastedad desconocida que a ella y a todos nos espera, como si de ahí surgieran o ahí desembocaran enlazadas en un solo impulso sin fisuras su inteligencia y su memoria, dice en voz muy baja: “Lo único verdaderamente importante que me queda por hacer en la vida es morirme.” Y vuelve a su silencio que ahora se acompasa y se disuelve en el aire. Unos segundos después, su perra, que estaba echada a sus pies, levanta la cabeza, se incorpora y lame una de sus manos. Ella le sonríe con los mismos ojos cálidos y hermosos que fue siempre desde niña y le acaricia la cabeza. Afuera cae una lluvia suave con un poco de sol al filo de la tarde.