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Escenas de clasismo, racismo, crueldad e idiotez
Un usuario de Twitter, particularmente agresivo –defensor de atrocidades y atropellos del PRI y por ende quizá priísta– utiliza, para insultar a quienes lo interpelan, la palabra “indígena”. Como él, probablemente mestizo, muchos mexicanos usan las palabras “indígena” o “indio” para acomodar un insulto, marcar al otro con su desprecio y reducirlo, con implícita alusión a esa rancia noción de inferioridad preconizada primero por españoles, después por criollos y al fin por burgueses ignorantes de su propia composición sanguínea, de los pueblos prehispánicos y originarios de esta América durante el centenario despojo de sus riquezas a manos de unos y otros: a los indígenas los conquistadores españoles, que por cierto no se destacaban en el concierto de las naciones por sus luces, los consideraban poco menos que animales. Viejas son secuelas y complicaciones.
El hijo de un amigo, joven abogado, me reclama, a mí que en realidad no tengo vela en el entierro, que los maestros de la CNTE apostados en el Congreso no le permiten el paso a oficinas de la Corte a las que acude a hacer no sé qué trámite. Habla de “maestros de quinta” –supongo que su trámite es “de primera”– y de que “mi partiducho, el PRD” apoya a esos que nomás pierden el tiempo, etcétera. Yo le aclaro que el PRD no es “mi” partido, que no pertenezco a ese instituto político y jamás he militado en él, que si acaso simpaticé con sus plataformas electorales cuando postuló a Andrés Manuel López Obrador. Como sea, las explicaciones sobran: para el joven, indignado y aburguesado litigante, yo formo parte de toda esa parafernalia “de puros pinches indios y nacos” que le estorban. Le estorbamos.
En episodios no relacionados entre sí pero lamentablemente coincidentes, funcionarios de ayuntamientos distintos –uno en Guadalajara, otro en Cancún, otro en Villahermosa– agreden, despojan y humillan a vendedores ambulantes indígenas. En la Guadalajara del alcalde priísta Ramiro Hernández García, los vendedores indígenas, argumentan los inspectores del ayuntamiento, “afean” el centro y de ahí la orden de obligarlos a desalojar las calles. Una estrategia infalible es quitarles sus mercancías. El portal de noticias Página 24 documentó el caso en que un prepotente funcionario que se ostentaba como inspector, cuyo nombre ocultan cobardemente las autoridades, arrebató las muñecas de trapo que vendía un niño de extracción indígena, Juan Antonio Hernández, oriundo de Chiapas, y sin más trámite las “confiscó” sin mediar recibos. Es decir, se las robó.
A mediados de julio las redes sociales se inflamaron con las escenas de video de dos patanes, quienes se ostentaron como inspectores de comercio del ayuntamiento de Centro/Villahermosa, tirando al suelo las mercancías de otro niño indígena al que además le roban cajetillas de cigarros. El par de rufianes esta vez sí tienen nombre y apellido: Juan Diego López Jiménez y Carmen Torres Díaz. Esta vez también hay consecuencias: no solamente los funcionarios fueron cesados; han sido detenidos por abuso de autoridad y robo con violencia moral.
El tercer caso, en el Cancún del perredista Julián Ricalde Magaña, es vergonzoso e infamante. Dos inspectores, un hombre y una mujer, despojan de sus artesanías a una vendedora indígena. Es ley, dicen, que los indígenas –en general el ambulantaje– no pueden vender en vía pública en sitios como Punta Cancún porque, como en la perla tapatía, “afean” el paisaje urbano que está al servicio del turismo mayoritariamente extranjero. El alcalde, quien por su presunta extracción de izquierda debería solidarizarse con los desposeídos, en cambio intenta absurdamente criminalizar a las víctimas de la discriminación y hace una afirmación descaradamente imbécil: posee información, afirma, de que los vendedores indígenas también venden drogas. Sin embargo, admite el abuso de autoridad de sus subalternos y supuestamente los sanciona y despide.
Aunque hayan cesado a todos estos esbirros de la prepotencia y el abuso, de fondo lo que subyace en la mentalidad de muchos mexicanos es la superioridad racial o de clase, y la noción idiota de que la vigencia de los derechos es proporcional al nivel de marginación y miseria. En ese imaginario burdo, tiene derechos un ricacho aunque sea un delincuente pero no una indígena porque es pobre y prescindible.
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