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Avida dollars: Salvador Dali
Vilma Fuentes
Saltos al vacío, el paso del sueño a la vigilia es, acaso, tan peligroso como el de una lengua a otra. A cada despertar, el durmiente corre el riesgo de extraviar la razón al quedar atrapado en esos instantes, intemporales y borrosos, donde el yo vacila sin los parapetos de sus recuerdos. El insomnio no es, tal vez, sino el pánico de olvidarse. Pasar de un lenguaje a otro, incluso cuando sólo se trata de idiomas que parecen designar la misma cosa con una palabra distinta, puede llevar al sinsentido, absurdo racional donde el único y último refugio es la duda, ahí donde aparece la ilusión de ser. Describir con palabras una pintura de Vermeer o la música de una ópera de Mozart es querer hacer hablar con nuestra lengua a un río o a una montaña. Intentar transitar del lenguaje de los sueños al habla no puede ser sino una pálida interpretación de una realidad en otra, de un imaginario en otro. Sin embargo, el psicoanálisis que, según Michel Foucault, “nunca ha logrado hacer hablar a las imágenes de los sueños”, se basa en la desmedida aspiración que pretende interpretar su lenguaje. Pero la interpretación es a menudo reductora. Su finalidad, ¿no es atrapar en las redes de la razón lo que precisamente escapa a la razón: el sueño? En lugar de dejar tal cual el enigma, lo traduce a términos lógicos y pierde, por ello mismo, la parte esencial del mensaje.
Un hombre, Salvador Felipe Jacinto Dalí Domènech, nacido en Figueras en 1904, tuvo la ambición, y quizá sus personales dioses lo ayudaron a alcanzarla, de plasmar las imágenes de los sueños en la pintura, pasar de un lenguaje a otro. Su delirio luciferino le reveló los vasos comunicantes entre dos torrentes: uno visible, otro invisible; uno sobre la tierra, el otro subterráneo; dos visiones, donde se dejó arrastrar sin cerrar sus ojos de visionario.
“A los seis años quería ser cocinera. A los siete, Napoleón. Desde entonces, mi ambición no ha cesado de crecer como mi locura de grandeza”, dirá alguna vez Salvador Dalí, con una absoluta sinceridad. Como, creo, todo lo que dijo sobre él. La separación entre lo verdadero y lo falso carece de sentido para quien, como otros artistas, considera que lo imaginario posee una realidad más verdadera que lo real.
Pude ver a Dalí en diciembre de 1979, gracias a una excelente estrella como la suya. Fue un azar para nada objetivo, pues pasé de casualidad frente al museo Beaubourg el día de la inauguración de la última retrospectiva en vida de su obra en Francia. Lo reconocí de inmediato. No vi al hombre casi decrépito, de una flacura extrema, con la piel que dejaba translucir los huesos de su rostro según fue descrito por la prensa. Vi sus bigotes que apuntaban hacia el cielo, como le gustaba repetir: “Lo contrario evidente de los bigotes nietzschianos.” Tampoco vi cuando le arrojaron a la cara un bote de pintura roja. Yo vi, en una sola visión, todas las visiones, fotográficas, televisivas, imaginarias, reales, que yo tenía de él y Dalí tenía de Dalí: atravesé el resto de la noche como se atraviesa un sueño, con miedo de verlo desvanecerse, de despertar.
Ahora, años después de su muerte en 1989, el museo Beaubourg, que se vanagloria de presentar en sus salas las retrospectivas más completas de artistas consagrados, cuando no los consagra el museo con dicha retrospectiva, ha vuelto a abrir sus espacios a Dalí. Para hacerse perdonar de no haber hecho nada en 2004, centenario del nacimiento de este monstruoso artista, Beaubourg ha desplegado todos sus medios para redescubrir y dar una perspectiva novedosa y reveladora de una obra ya fuera de los ultrajes mortales del tiempo.
Dalí, quien había exigido un decorado de “factura alucinógena”, con esculturas anamórficas, y telas estereoscópicas para la retrospectiva de 1979, podría sentirse colmado con la actual exposiciónde 2012-2013, donde no se han escatimado los recursos ni la imaginación. El visitante penetra por un huevo gigante, símbolo de génesis y creación, que inicia el recorrido laberíntico de la vida y la obra del artista a través de más de doscientas obras reunidas por vez primera, algunas provenientes del MOMA y del Reina Sofía. Exhibición de películas donde el pintor colaboró, El perro andaluz y La edad de oro, así como de decorados de filmes a solicitud de Hitchcock o Disney. Documentales, anuncios publicitarios, cortometrajes televisivos… Vida y obra intercaladas de este hijo de notario, llamado por Breton Avida dollars, anagrama de su nombre, el mismo de un hermano fallecido a los cinco años, y de una madre creadora cercana al arte bruto.
Los visitantes pueden extraviarse deslumbrados ante la incesante epifanía de su vida, las metamorfosis de su búsqueda creativa, los encuentros proféticos de un visionario. Desde su infancia en Figueras, las amistades juveniles con García Lorca y Buñuel. Su pasión por Vermeer y Velázquez, pero también por contemporáneos como Miró, Tanguy, Arp y Ernst, a quienes él busca y lo buscan. El recorrido creativo de Dalí es también el del siglo XX. Obras blasfematorias, transgresiones ópticas, oníricas, sexuales, alusiones a la coprofagia. Exploración del imaginario colectivo del Pudridero del Escorial, donde yacen podridos los reyes de España en el secreto de un mausoleo a donde sólo tienen acceso los monjes agustinos desde hace cinco siglos. Creación del método paranoico-crítico, con el cual sustituye el automatismo pasivo del surrealismo con el método activo fundado en el delirio de la interpretación paranoide. Sus relaciones turbias con Hitler, Franco o Lenin y otros detentores del poder absoluto, las cuales oscilan entre la crítica y la admiración. Ajeno a militancias, representa a Hitler con su espalda gruesa y jorobada, o hace de los bigotes de Lenin su rasgo principal. Anticipación de las teorías de Lacan. Invención del régimen de la visibilidad a partir de la cual desarrolla imágenes dobles.
Con justeza, uno de los comisarios de esta exposición, que ha debido organizar horarios nocturnos dado el número de visitantes, el historiador Thierry Dufrêne, señala que “se entra cuerpo, se sale espíritu”.
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