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Verónica Murguía
En defensa del peatón
Antes que nada, debo confesar que tengo un coche. No es lujoso y está perfectamente afinado. Carece de bocinas potentes, el escape no está abierto, las llantas son normales. Además, debido a la inseguridad crónica que me aqueja, manejo como paletero: aferrada al volante y por el lado derecho de cualquier calle. Esto me ha traído mentadas sin cuento.
Me falta la mexicanidad necesaria para amar a mi coche más que a mi prójimo, sea este humano, animal o vegetal. Las camionetas me dejan indiferente, cuando no me provocan un escalofrío –las negras, de vidrios polarizados y sin placas. No sé nada de marcas o modelos. Abomino las torretas de las patrullas, más brillantes que antes, causantes de migrañas. Odio el claxon y jamás lo uso como no sea para advertir a alguien de un peligro. No sé enviar mensajitos por el teléfono, ni uso mucho el celular. Soy incapaz de maquillarme mirándome en el espejo retrovisor, de pegarle coscorrones a un menor de edad mientras meto segunda o de beber alcohol antes de manejar. Además, me enfurece la conducta de muchos automovilistas ante los peatones.
El coche va a ser la perdición de esta ciudad y admito mi porción de culpa por tener uno. Contamina, mata, ocupa espacio, obsesiona a las personas y suscita pleitos por los lugares para estacionarse. Deteriora la poca solidaridad que hay. Un golpecito basta para que haya pleito. Si un coche se descompone, los otros automovilistas pitan, insultan y, en resumen, lo agreden, como si el del coche averiado lo hiciera a propósito y disfrutara con la posibilidad de verlo arrastrado por la grúa, de empujarlo a cuerpo gentil o de ser atropellado por un idiota. Los automovilistas no suelen quererse entre sí. Lo sé por experiencia: un día el coche se me apagó y hasta el policía del crucero me regañó, mientras yo, que pesaba a la sazón menos de cincuenta kilos, trataba de empujar una Gremlin, ese extraño experimento de la General Motors. En vano. Y se me salían las lágrimas, hasta que unos chavos me ayudaron. Eran peatones.
En la calle donde vivo, todas las tardes a las siete de la noche, comienza un embotellamiento. Si uno presta atención escuchará, bajo los acelerones, una palpitación estertorosa y colosal. Es ese jadeo lo que nos llena los ojos de lagañas, la nariz de hollín, la ropa de tizne. Oírlo me ha permitido aprender el idioma del mofle, en el que la moto lleva la voz cantante y el acelerador hace las veces de coro. La moto, esa pedorra, es la más sonora. Ojalá algún día pueda comprender por qué el abrir el escape y hacer un escándalo que ahuyenta a los gatos es algo tan preciado.
El chofer del pesero acelera, pone las luces altas, se pega amenazadoramente al coche de enfrente con un racimo de heroicos pasajeros colgados de la puerta de atrás. El camión de volteo hace temblar los edificios.
Los jóvenes mascan chicle y escuchan a Jenni Rivera –o a Rhianna o al Panda– mientras mensajean, sin dignarse a levantar la vista y con el pie desmayado sobre el acelerador. Si han puesto neutral, Dios nos agarre confesados. Los bajos del punchis punchis golpean el esternón de los transeúntes. La camioneta de valores, el camión de volteo, la señora distraída, el taxista cansado: todos se agreden entre sí. Menudean las mentadas, los caracolitos, los dedos cordiales erguidos. Y en medio de todo esto, sorteando las capotas calientes, cruzando sobre la cebra invadida, amparado por el semáforo ignorado, inhalando gases mortíferos, va el peatón.
Ay de él si se atreve a señalar al automovilista que está ocupando las rayas de la cebra; que no está viendo lo que tiene enfrente o que está estacionado sobre la banqueta. El coche, ese dios de lámina, siempre será defendido.
De ahí la breve e intensa solidaridad de los peatones. Vacilan, algún temerario se avienta y corre. Los demás se miran entre sí, murmuran algo y, en grupo, atraviesan. Luego, en cuanto ponen el pie en la banqueta y dan el primer paso en dirección a su destino, el conjunto se desarticula. Pero fue.
Si pudiera hipnotizar al jefe de gobierno del DF, entre otras cosas lo convencería de crear la Procuraduría del Peatón. La sanción del automovilista que no respetara a los transeúntes sería la abolición eterna de su licencia de manejo y la donación irrevocable de su coche a un ser parsimonioso. Además, antes de darle la licencia, el automovilista tendría que pasar pruebas psicológicas y de modales. Dije.
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