Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 20 de enero de 2013 Num: 933

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Avida dollars:
Salvador Dali

Vilma Fuentes

Contratas de sangre
Marco Antonio Campos

La hija de Chava Flores
Paula Mónaco Felipe entrevista
con María Eugenia Flores

Elegía de la novela zombificada
Ignacio Padilla

En dos salas de espera
Juan Manuel Roca

Volver al pasado: melodrama y restauración
Gustavo Ogarrio

Enrique Florescano, historiador, humanista
y maestro

Juan Ortiz Escamilla

El sentido caduco
de la actualidad

José María Espinasa

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
José Angel Leyva
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Francisco Corzas, Flor del mal

En dos salas de espera

Juan Manuel Roca

El pintor, que siempre se impacientaba ante la cercanía de un viaje, trazó la última pincelada de una mujer desnuda, un tanto gótica. Era una mujer afilada y fina, de formas limitadas, casi despojada de carnadura humana y con algo de marimba en su costillar.

Puso el pincel en remojo, junto a la paleta con grumos de óleos azules y malvas, en la mesa saturada de un estridente olor de trementina. El pomo con disolvente tomó un tono de piel rosa ante la visita del pincel.

Sonó el teléfono. Era Corzas, su par en el oficio que le hablaba desde Ciudad de México, un virtuoso y desafiante dibujante, compañero en el viaje del arte y en la vitalidad de un rasgo figurativo y expresionista que los animaba a los dos desde sus primeros y frecuentes encuentros.

Le quedó sonando un tono que no era habitual en la voz del amigo, algo de sequedad y ligereza le había dejado en el oído en el que se acomodó el auricular manchado de un azul de cobalto.

Pasado mañana viajaría desde un pueblo estadunidense con fama de brujo, un lugar que siempre le pareció la capital del limbo o la patria del bostezo, donde no en balde naciera bajo la asfixia calvinista Emily Dickinson, una mujer siempre vestida de blanco como un velero puritano en el mar de los horrores de la guerra, e iría al encuentro con el amigo mexicano que lo hospedaría, como siempre, en su taller.

Cuando llegó al aeropuerto de Ciudad de México, tras volar sobre lonjas de termiteros humanos y capas de smog, se sorprendió de no encontrar a su amigo y, susceptible e impaciente como era, tomó un taxi y le dio al conductor la dirección del hotel Majestic, en una esquina del Zócalo.

En camino hacia el hotel, con la cabeza sembrada de dudas y de malos augurios, el pintor decidió que el taxista se desviara hacia la Colonia Roma.

Iba a encarar a su viejo camarada y a preguntarle si su ausencia en el aeropuerto significaba que no quería recibirlo en su taller, si no le había perdonado la última perorata sobre el expresionismo abstracto ni sus observaciones temerarias en torno a las naturalezas muertas y al muralismo mexicano.

Le resultó extraño entrar en el silencio de la casa y llegar a la cruda conclusión de que su amigo no podría estar de ánimo para ir al aeropuerto porque lo estaban velando.

A su lado, una mujer afilada y fina de formas limitadas y severas envuelta en un blusón negro, una mujercita casi despojada de carnadura humana como una Catrina adolescente, miraba al pintor muerto con unos ojos acuosos y muy profundos que, sin duda, le parecieron dibujados por él mismo.