Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Avida dollars:
Salvador Dali
Vilma Fuentes
Contratas de sangre
Marco Antonio Campos
La hija de Chava Flores
Paula Mónaco Felipe entrevista
con María Eugenia Flores
Elegía de la novela zombificada
Ignacio Padilla
En dos salas de espera
Juan Manuel Roca
Volver al pasado: melodrama y restauración
Gustavo Ogarrio
Enrique Florescano, historiador, humanista
y maestro
Juan Ortiz Escamilla
El sentido caduco
de la actualidad
José María Espinasa
Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
José Angel Leyva
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
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Rogelio Guedea
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Lutor
No tengo una relación cordial con los perros, aunque toda la vida los hubo en casa. Sin embargo, hoy en la mañana me sucedió algo inédito. Mientras desayunaba, Lutor, el perro de mi hijo, permanecía amarrado a la pata de la mesa de lavado. Me di cuenta de su presencia cuando giré la cabeza hacia los ciruelos y me encontré con sus ojos. Quise volver a lo mío, pero no pude. Los ojos de Lutor parecían los de un hombre cansado que no sólo me estuviera mirando fijamente sino que, además, me estaba juzgando. Me quedé mirando a sus ojos con la intención de descifrar el sentido de su mirada, acaso llena de dolor. Cuando creí haber empezado a encontrar su significado, Lutor dejó caer los párpados y comenzó a bajar la cabeza lentamente, para apoyarla contra el suelo. Yo continué mirándolo impasiblemente hasta que, de súbito, el animal volvió a levantar la cabeza, abrió los ojos y, otra vez, miró fijamente a los míos. Luego de un instante dejó caer los párpados y empezó a bajar de nuevo la cabeza lentamente, como si en realidad estuviera convencido de que era en vano todo lo que tenía que decirme. |