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El cuerpo y sus alrededores
Son muy pocos los vocablos –mejor dicho, las ideas que algunos de éstos representan– así de soterrados, espinosos y potencialmente escandalizadores como “incesto”, cuya sola mención puede dilatar las pupilas tanto de quien lo pronuncia como de quien, repelido quizá, lo escucha. Suele retrocederse ante la sola, escueta evocación de cualquier imagen cuyo cometido consista en figurar el ayuntamiento erótico y sexual de dos cuerpos que, en un sentido estrictamente biológico, no están por principio imposibilitados para tal contacto, como sí lo están –a raíz del parentesco– en el sentido social, para no mencionar el ámbito jurídico, el biológico, el psicológico, y no sólo imposibilitados sino, sobre todo, censurados y penalizados. Una de las mejores obras literarias que vienen a la memoria respecto de temas asaz escabrosos o peliagudos, dentro de un ámbito como el mencionado, es una novela de Carlos Fuentes de inmejorable título: Las buenas conciencias; y un filme nacional que también aborda con agradables resultados un flanco del vasto mundo de los vicios privados versus las virtudes públicas es Estas ruinas que ves, basada en el enorme Jorge Ibargüengoitia.
A ellas se suma, por derecho propio, la ópera prima en largometraje de ficción de Lucía Carreras, titulada Nos vemos, papá (México, 2011), que luego del habitual periplo festivalero llegó el pasado viernes a la cartelera comercial. A Carreras, también guionista, no le tembló la mano ni para escribir ni para poner en escena precisamente aquello que sin duda podrá escandalizar a más de una buena conciencia. Todo lo contrario: sin prisa pero sin pausa el filme va revelando las motivaciones –en el orden psicológico/emocional–, así como los pormenores –en el orden decididamente fáctico– de todo aquello, sabidamente freudiano, que para muchos psicoanalistas es la ultima ratio de un sinnúmero de conductas individuales.
Hará mal quien espere, desprendido de lo anterior, una exhibición flagrante y constante de apasionados intercambios de fluidos corporales en las escenas de Nos vemos, papá. Por lo que puede apreciarse, la directora no está buscando escandalizar o dárselas de muy osada en términos icónicos sino, por el contrario, hilar tan fino como le sea posible tanto en la trama como en la puesta en escena. A este cometido contribuye de manera fundamental el trabajo histriónico de Cecilia Suárez, cuyo papel protagónico es llevado con una mesura, una contención y una capacidad para dar matices, sin los cuales todo se habría ido al traste –como por ventura no alcanza a irse a consecuencia del disparejo desempeño de prácticamente todo el resto del elenco.
El yo más yo
Pero el filme tiene, a saber si deliberadamente o a pesar de sí mismo, otra lectura quizá paralela, quizá del todo ajena al asunto central del deseo prohibido, y dicha lectura tiene que ver con el concepto de intimidad. Puesto que todo cinéfilo que se respete –y para el caso todo lector de cuentos y novelas, o todo espectador de teatro–, todo público viene siendo una suerte de voyeur declarado, solapado e incluso fomentado, ávido de meter sus retinas donde no se supone que éstas podrían llegar en el mundo real, la perspectiva desde la cual Nos vemos, papá es narrada le brinda a ese peeping Tom que todos llevamos dentro la oportunidad magnífica, irrechazable, de asomarse a la vida íntima de Pilar –nombre de la protagonista–, y lo hace por partida doble: ella es mirada palmo a palmo, haciendo todo lo que suele hacer a solas pero, también, se diría que uno asiste, como entrometiéndose, en lo que Pilar está pensando o, mucho mejor dicho, en lo que está deseando.
Acierta Carreras en la elección del ritmo pausado, casi moroso, con el que deshebra eso que muchos, la mayoría, describirían apresuradamente como el derrumbe de Pilar –y entonces el nombre del personaje cobra más sentido–, o su desbarrancamiento en una forma particular de alienación. Con el ritmo que pauta al filme, apoyado en una atmosferización que le debe mucho al diseño de producción y al discreto empleo de la música, la directora consigue al menos dos resultados plausibles: por un lado, disecciona a detalle los porqués y los cómos de una intimidad que puede no ser muy diferente a muchas otras, como de seguro hay en este mundo; por otro lado habla, pero lo hace con una sutileza y un tiento más bien atípicos en el cine mexicano reciente, de la relación que puede tenerse con el propio cuerpo y con la mente propia, sede dual pero indivisible de dicha intimidad.
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