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Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Avida dollars:
Salvador Dali
Vilma Fuentes
Contratas de sangre
Marco Antonio Campos
La hija de Chava Flores
Paula Mónaco Felipe entrevista
con María Eugenia Flores
Elegía de la novela zombificada
Ignacio Padilla
En dos salas de espera
Juan Manuel Roca
Volver al pasado: melodrama y restauración
Gustavo Ogarrio
Enrique Florescano, historiador, humanista
y maestro
Juan Ortiz Escamilla
El sentido caduco
de la actualidad
José María Espinasa
Columnas:
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Costurero, almacenero, cobrador, vendedor de calcetines, tlapalero y planchador de corbatas son sólo algunos de los múltiples oficios que tuvo Salvador Flores. Nació en la calle La Soledad del antiguo barrio de La Merced; fue un muchacho humilde y trabajó desde que tenía trece años. Idealista y soñador, probó todo tipo de empresas y casi no sumó más que fracasos. Amó al DF, y la música. Admiró con fanatismo a los compositores de su época hasta que, chiflando, un día hizo una canción. La tituló “Dos horas de balazos” y semanas después era éxito nacional. Pedro Infante grabó su segunda obra y en un par de décadas Chava tenía siete discos editados con trescientas historias de gente común y vida cotidiana; trescientas fotografías musicalizadas del pueblo mexicano.
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La hija de
Chava Flores
entrevista con María Eugenia Flores
Paula Mónaco Felipe
–Después de una infancia pobre, de veinte años en ocupaciones muy diversas, su papá empezó a componer a los treinta y dos años, una edad tardía ¿Cómo fue? ¿Había estudiado música?
–Se casó muy joven, empezamos a nacer las hijas y tuvo que mantener a la familia. Era contador, estudió en el Poli y no terminó porque tuvo que trabajar. Siempre trató de hacer negocios propios, nunca le gustó ser empleado y era idealista. Hacía proyectos fabulosos y la gente ni le creía, por ejemplo las tintorerías automáticas. No invertían en eso, decían “qué loco”. Todos eran fracasos, como negociante fue nefasto y nunca estudió música, como los compositores de esa época.
–¿Cómo escribía sus canciones entonces?
–Las chiflaba, grababa en una cinta y un músico las transformaba en partitura. Mucho le ayudó el maestro Federico Baena a hacer esas transcripciones al pentagrama.
–Su música se considera alegre, burlona, ¿él quería ser chistoso?
–Tenía un humor muy fino. Veía las cosas de manera positiva y me decía: “No seas tan solemne.”
–En sus letras aparecen algunas aristas políticas, como una mención al PRI “que ya no anda en zancos”. ¿Le interesaba la política?
–Para nada. Dijeron que su canción era de protesta porque después de un bajón emocional resurgió en las peñas, donde estaban Óscar Chávez, Lupita Pineda, Eugenia León y Los Folkloristas. Pero mi papá hacía referencia a lo que pasaba en México. Mientras nosotros nos enojábamos, él convertía todo en chiste, aunque siempre dijo: ‘”Soy apolítico, lo mío es la música universal.” Admiraba a los grandes compositores como Beethoven, Tchaikovsky, Mozart.
–¿Los oía mucho?
–Se levantaba, se metía a bañar y con su bata iba al tocadiscos. Ponía música, iba por su café, que no lo perdonaba, y ese era su ritual.
–Pasó de una infancia pobre a ser trabajador de clase media y, en pocos años, amigo de las máximas figuras musicales, con hasta cinco de sus canciones en los primeros lugares de la radio, ¿eso lo cambió?
–La sencillez fue una de las características de muchos compositores de esa época y de mi papá por supuesto que también. Una vez lo compararon con Cri-Cri y dijo: “Cómo creen, él sale perdiendo.” Fue sencillo hasta el último de sus días, nunca quiso ser lo que no era, siempre estuvo orgulloso de lo que vivió de niño y de lo grande que llegó a ser. Nunca se vanaglorió de su talento.
Fotos tomadas de: www.sinembargo.mx |
–¿Y él con qué soñaba?, ¿a qué le tiraba?
–Soñaba con viajar, con tener una casa con jardín, un huerto. Soñaba con comprarse un carro mejor; con muchas cosas. Nunca le faltó su billete de lotería pero nos lo gastábamos antes de ganarlo. “Hijos, si me saco la lotería nos vamos todos a Europa y vamos a hacer esto y no sé cuánto.” Al otro día no ganaba y decía: “Para la próxima”, y volvíamos a hacer planes.
–Estuvo preso por un préstamo de dinero, ¿cómo vivió esa experiencia?
–Lo cambió mucho. Nunca quiso hablar y no tocábamos el tema. Fue una época muy dolorosa, porque fue una injusticia de mi padrino, que le había prestado para un negocio de ropa y mi papá lo explicó a detalle en su libro, “tal fecha le pagué tanto y tanto”. Pudo haber salido bajo fianza porque era delito menor, pero dijo: “No. Voy a salir con la frente en alto”, y eso le costó un año y un poquito más.
–Chava Flores fue el cronista musical del DF cuando esta ciudad vivía grandes cambios, ¿le gustaba esa modernidad?, ¿qué le gustaba?
–Mi papá amó profundamente a la Ciudad de México y era aficionado a la fotografía. Desde niñas nos llevaba a Palacio Nacional, a Bellas Artes, al Ángel de la Independencia. Ponía su tripié y sacaba fotos. Nació en 1920, vio cómo la ciudad se fue transformando y de alguna manera la quiso dejar plasmada en postales. Tenía álbumes, cientos de fotografías de la Ciudad de México, pero creo que su obra está basada en todo el país. Alguien lo bautizó “el cronista urbano”, pero mi papá decía: “Soy compositor y mexicano de Tijuana a Chetumal.” A su obra la caracteriza un profundo amor a México.
–Es paradójico que al final de su vida optó por dejar la ciudad que tanto amó y mudarse a Morelia. ¿Por qué lo hizo?
–Por el tráfico, decía él que “un hormiguero no tiene tanto animal”, y el tipo de vida que llevaba; era un bohemio de mucho desvelo. Tenía ilusión de hacer su huerto, vivir en el campo, disfrutar México de otra forma. No quiso tener teléfono y no compraba el periódico.
–¿Le pasó algo?
–Quería vivir una especie de jubilación, disfrutar tranquilamente con su música, su fotografía, con gente de provincia. Pero cuando fue el temblor del ʼ85 hablamos y llorando me dijo: “Ustedes no me preocupaban, me preocupaba qué había sido de mi México.” Vino dos o tres meses después y no quiso ir al centro, pero pasó el tiempo, dos años, y un día me dijo: “Quiero que me acompañes.” Estacionamos el carro y se paró en la calle de Bellas Artes a ver la ciudad. De ahí al Zócalo y otra vez se quedó en la banqueta. Estaba enfermo de cáncer y había venido a ver a su México por última vez.
Regresó a Morelia y un día le pidió a su esposa Rosalinda que comprara boletos de avión, “ahorita mismo”. Los recibimos en el aeropuerto, los llevamos a casa de mi hermana y al otro día murió. No quiso ir al doctor, vino a morir a México.
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