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De la pornografía a la violencia sexualizada (I DE II)
El modelo pornográfico mental
La pornografía no es una cosa sino una política. La pornografía es una forma de transgredir las normas de lo representable, es una expresión de deseos ocultos, oscuros y reprimidos que al hacerse públicos se vuelven una forma de vergüenza y crisis, o bien de disidencia y rebelión moral. Eso es lo que la distingue de lo erótico, que puede ser excitante y considerado aceptable. En gran medida, el contenido de la pornografía no importa tanto como la manera en que sorprende, provoca y rompe con las normas aceptadas socialmente. La pornografía es explotación de seres y cuerpos, es su exhibición en momentos extremos de vulnerabilidad. Al mismo tiempo, es la producción de imágenes destinadas a provocar estímulos sexuales, escenas destinadas a entrar en resonancia con las fantasías de ciertas personas, con el collage de señales sexuales que acumulamos a lo largo de la vida, provenientes de traumas, amores y desamores, complejos, triunfos y catástrofes sexuales, elementos que conforman el muy personal y único imaginario erótico inscrito en nuestra identidad, secuencias que invariablemente nos excitan y que evocamos y reproducimos en la mente cada vez que buscamos excitarnos. No elegimos los recuerdos que conforman ese modelo idealizado, no podemos confeccionar esa composición a nuestra voluntad, ni editarla ni rechazarla. De ahí que los pedófilos, los coprófagos, los zoófilos, los teratófilos, los emetófilos y todos aquellos que tienen filias peligrosas o que implican abusar de terceros, o que pueden tener consecuencias trágicas o criminales, son incapaces de cambiar la naturaleza de sus deseos y se ven obligados a controlarlos u ocultarlos.
La sustitución de las transgresiones
En un tiempo en que la pornografía ha dejado de ser escasa y cara, y en que se diluye la censura y estigmatización que históricamente acompañan y en gran medida definen el género, la gente puede encontrar con cierta facilidad en el ciberespacio imágenes que sean congruentes con sus muy particulares fantasías personales, algo que antes de la era digital era muy poco probable. Sin embargo, esta abundancia se convierte en saturación, en un bombardeo incesante en el que desaparecen los matices y las singularidades, un estado de pornificación donde lo obsceno se vuelve invisible por la falta de contrastes y de espacios donde la transgresión aún tenga significado. Ahora bien, la idea de la pornificación de la cultura proviene de mentes reaccionarias y asustadizas. Es un término que se ha lanzado para escandalizar a las buenas consciencias con la amenaza de ciertas imágenes perversas que suponen capaces de corromper a los débiles de espíritu. Pero, lejos de juicios morales, es innegable que la estética, los clichés, la sintaxis y la “ideología” del hard core porno específicamente, ha impregnado numerosos dominios de la cultura, ha borrado la fronteras que usualmente lo confinaban a un rincón prohibido, lejos de los otros géneros. Este fenómeno da lugar a una especie de vacío en el imaginario. La normalización de la pornografía ha provocado la necesidad de crear otros reductos de provocación en donde se violen las normas de lo aceptable.
La fábrica de imágenes atroce
Simultáneamente, vivimos una era de guerra permanente y de violencia extrema sentenciadas por varios Estados en sus conflictos. Por tanto, los medios electrónicos se encuentran saturados de imágenes sexuales y bélicas. Desde la primera Guerra del Golfo (1990-1991), equipos de propagandistas y agentes de marketing crearon una imagen limpia del conflicto al convertirlo en un espectáculo televisivo en el que misiles supuestamente inteligentes destruían edificios, infraestructura militar y civil, y una variedad de estructuras indefinidas en granulosos monitores en blanco y negro. Ese macabro entretenimiento hacía desaparecer al cuerpo humano del conflicto. La guerra fue reducida a la imaginería retro de un juego de video, a miniclips de secuencias culminantes: la guerra entera en una serie de explosiones, como en la pornografía más reduccionista, donde se simplifica todo acto sexual en una sola imagen: la eyaculación externa o money shot. Esta fantasía bélica manufacturada en las agencias de publicidad de la Avenida Madison con la complicidad de las grandes agencias noticiosas televisivas omitía toda alusión a las imágenes de muerte, mutilación y miseria humana. Los misiles, que se impactaban siempre sin fallar en sus blancos, en ocasiones llevando una cámara en la punta que registraba hasta el último momento, desataron una paradójica obsesión tecnológica y una ridícula ilusión de que la guerra podía pelearse de manera aséptica. Así, el show de la lluvia de misiles con tino perfecto se convirtió en la nueva pornografía finisecular que habría de ser desplazada por la brutalidad feroz de la imaginería bélica del siglo XXI.
(Continuará)
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