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Traducir un verso de Rostand
Ricardo Bada
Hace poco encontré, en el Diccionario de Citas de don Vicente Vega, tesoro de los más preciados de mi biblioteca, ésta de Cyrano de Bergerac: “Un point rose qu’on met sur l’i du verbe aimer”. Y a la cita añade don Vicente su comentario: “Deliciosa definición del beso que da Cyrano a Roxana en la escena IX del acto III de la famosa obra de Rostand y que preferimos no traducir; realmente, es intraducible.”
Vaya por delante decir cómo es que en la escuela aprendimos que la fe es creer en lo que no se ve. Pero también cómo gracias a CNN hemos aprendido luego, en las dos guerras del Golfo, que la fe es creer en lo que sí se ve. La traducción no es otra cosa que la suma de ambas fes: creer en lo que no se ve, a través de lo que sí se ve. Y la consecuencia es que así como los paquetes de cigarrillos ostentan la lapidaria sentencia “Fumar daña gravemente la salud”, la mayoría de los libros de poesía vertidos a cualquier idioma deberían cargar una banderola donde se leyese: “La traducción daña seriamente el original.”
Desde luego, en poesía siempre hay pérdida, incluso cuando no lo parece. Siempre suelo sacar a relucir el ejemplo de dos versos preciosos de García Lorca: “La noche se puso íntima/ como una pequeña plaza.” Pueden traducirse palabra a palabra, sin pérdida literal ninguna, a cualquier idioma. Y jamás serán lo que dice el original: para ello hay que haber vivido en una Andalucía donde las noches se ponen íntimas como una pequeña plaza (imagino que en Colombia, donde alguien parece haber decretado la proscripción del verbo “poner”, porque dizque “poner sólo ponen las gallinas”, la misma idea de Lorca, llevada al verso por algún vate de nuestros días, y políticamente correcto, diría así: “La noche se coloca íntima/ como una pequeña plaza”).
Pero la poesía, aun siendo intraducible, permea y destruye por su propia fuerza la imposibilidad de ser traducida. No de otro modo podemos explicarnos que en todos los tiempos y lugares, y a despecho de que sólo una ínfima minoría de seres humanos son políglotas (¡qué digo!, ni siquiera bilingües), la poesía de Homero, Virgilio, Shakespeare, Lope, Heine, Pushkin, Pessoa, Leopardi, Ibn Hzam, Omar Kayam, Jacques Brel... e tutti quanti, haya logrado conmover a lectores que nunca pudieron leerlos en el original. Ese es el poder de la poesía. Y el que no lo sienta, tendría que ser de cartón piedra.
Pero volvamos al verso de Rostand. “Un punto rosa [que se pone] sobre la i del verbo amar”, esa sería la traducción literal... sólo que el verbo amar, que en francés es aimer, en castellano no incluye la letra i, como tampoco la incluyen el italiano amare, ni el inglés to love. Sí la incluye en cambio el alemán lieben, y así pues al alemán podría traducirse: “Ein rosa Punkt auf das i des Verbes lieben.” Y al neerlandés: “Een roze punt op de i van het werkwoord liefhebben.”
Y también al catalán, donde amar es estimar (lo que real y verdaderamente debiera ser). Se lo consulto a un buen poeta de ese idioma, Valentí Gómez i Oliver, quien me ofrece dos variantes: la normal, “un punt rosa que es posa sobre la i del verb estimar”; y la más culta, “un punt rosa que hom co[l·l]oca damunt la i del verb estimar”. Y esta es la que prefiero porque a su vez incluye una ele geminada [l·l], la letra más emblemática del idioma de Guimerá y Josep Pla, y en la que asimismo interviene un punto.
Luego no me dio el cuero para seguir investigando si ese verso, intraducible al castellano, sí podría traducirse en otros idiomas (¿pero a cuáles?) gracias a la fortuita circunstancia de que en el infinitivo de su verbo amar figurase la letra i.
Obsesivo como soy, recordé luego que existe una traducción magistral de Cyrano de Bergerac al castellano, debida a un trabajo en equipo del trío Luis Vía, José o. Martí y Emilio Tintorer. Una traducción estrenada el 1° de febrero de 1899, por la compañía de doña María Guerrero y don Fernando Díaz de Mendoza, en el Teatro Español de Madrid, en la Plaza de Santa Ana. Me fui a buscar allá la traducción del verso de marras y me encontré con esto: “Un subrayado de color de rosa/ que al verbo amar añaden”. Es decir, que ni siquiera una terna de buenos traductores, trabajando en equipo, logró ponerle el cascabel al gato.
Una lectora de mi columna, la poeta caleña Clara Schoenborn, me sugirió: “¿Qué tal intentar adaptar ese verso al español con estos?: ‛Una erre de rosa para la palabra amor‛, ‛Letras rosas para escribir amor‛”. Le contesté que bien se veía que era poeta, y que en efecto, “el beso es la erre de la rosa para la palabra amor” sería muy buena solución. Pero eso sí, a costa de perder por el camino toda la carga semántica implícita en lo de poner los puntos sobre las íes, y es de ello de lo que se trata, y lo que más importa, en la imagen de Cyrano.
Otro lector, tan circunspecto y ceremonioso como suelen ser los bogotanos, me adujo: “Don Ricardo, soy muy simplista e imagino lo que voy leyendo. Entonces, lo más importante del aimer es el puntito (.) y que sea de color de rosa; en castellano sería lo mismo, tornando la definición de beso, ‛ponerle el . color de rosa al amorío‛. ¿Y la tilde? Simplemente que el beso fue más apasionado y se alargó.” Tuve que reírme y felicitarlo porque era una linda explicación al punto convertido en tilde. [A esas alturas del partido, en el foro de mi columna habíamos estado haciendo un minimáster de traducción..., pero seguíamos como la terna de traductores que mencioné más arriba].
Después de lo cual se me ocurrió que sin embargo habría por lo menos dos posibilidades, dos, de colgarle ese adminículo sonoro (el cascabel) a Zapaquilda. Una de ellas sería una traducción elevando el diapasón del amor a la idolatría, una versión súper apasionada: “Un punto rosa sobre la i del verbo idolatrar”. Y la otra sería una sencilla versión porno: “Un punto rosa sobre la i del verbo [¡reflexivo!] venirse”.
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