Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Entre el indio muerto
y el indio vivo
Ana Paula Pintado
Noticias desde Gutenberg
José María Espinasa
Una poeta que no
platica con el diablo
Yendi Ramos entrevista con
Dolores Castro
De Ruanda a Palestina
y viceversa
Ana Valdés
Conciencia personal
y colectiva
Ingrid Suckaer
Ramón Pérez de Ayala: literatura, oficio y experimento
Xabier F. Coronado
El Quijote,
las armas y las letras
Leandro Arellano
Leer
Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected] |
|
Ana Valdés
Hace un tiempo tuve oportunidad de ver la inauguración de Emergencia, obra del artista chileno Alfredo Jaar. Consiste en una gigantesca piscina llena de agua, de la cual emerge cada doce minutos el continente africano. Jaar ha trabajado seis años en el proyecto Rwanda. Un millón de muertos fueron necesarios antes de que la prensa de los diarios del mundo empezara a denunciar y a escribir sobre esa tragedia, uno de los más grandes genocidios de este siglo.
Completé el recuento de Alfredo con mis propias cifras palestinas: centenares de muertos, miles de prisioneros, millones viviendo en campos de refugiados. Visité la región como parte de una delegación de artistas y escritores de diferentes países: Italia, Inglaterra, Estados Unidos y Suecia.
Mi colega, la artista visual sueca Cecilia Parsberg, que ha vivido y trabajado en Soweto, el ghetto en las afueras de Johannesburgo en donde viven casi siete millones de personas, me sugirió que hiciéramos un trabajo filmando, entrevistando gente, hablando con los que han vivido en campos de refugiados desde 1948.
Llegamos a Tel Aviv en diciembre. La seguridad era severa en el aeropuerto. Cuando dijimos que iríamos a Ramallah nuestro equipaje fue revisado cuidadosamente y un segundo y un tercer interrogatorios se hicieron necesarios. Un chofer de origen palestino, pero que vive en la parte árabe de Jerusalén, nos recogió en el aeropuerto, –nuestros nombres en un cartel. Habíamos decidido vivir en la casa de una socióloga palestina a la que sólo conocíamos por correo, Fatin y había estudiado en Canadá, que hablaba y escribía en buen inglés, el único idioma que teníamos en común.
Los soldados israelíes controlaron nuestros pasaportes; en esos días Ramallah era todavía una ciudad posible de visitar; faltaban unos días para que la guerra en gran escala se desencadenase, pero nadie sabía eso entonces.
Llegamos a su casa a las doce de la noche; como estábamos en el mes del Ramadán, en que los musulmanes ayunan durante el día y sólo comen a partir de las seis de la tarde, Fatin tenía hambre. Improvisamos una comida con aguacates y queso. Nuestro programa oficial, que comprendía visitas a la universidad de Bir Zeit y a centros comunitarios y culturales, no empezaría sino hasta el día siguiente.
Tomó un tiempo aprender a conocerse, descubrir que el inglés hablado por árabes, italianos, franceses, hispanohablantes y suecos tiene poco que ver con la lengua de Shakespeare…
Una camioneta Wolkswagen con lugar para diez personas sería nuestra forma de locomoción toda la semana. Las mujeres del grupo fuimos prevenidas; durante el Ramadán no era bien visto beber o comer públicamente, ni fumar.
Fuimos recibidos con alegría y afecto. Los palestinos nos aseguraban que Ramallah era segura, que los atentados y la violencia y los enfrentamientos ocurrían en Jerusalén. Pero nosotros estaríamos protegidos, nuestros pasaportes extranjeros nos aseguraban una impunidad que ellos no tenían.
Pudimos comprobar la veracidad de esas palabras en nuestro viaje a Belén. Para llegar a Belén desde Ramallah hay que pasar por Jerusalén, que está restringida a los palestinos, quienes requieren una visa por día de visita a la ciudad. Los riesgos para un palestino encontrado “ilegalmente” en la ciudad son multas o cárcel.
No nos dejaron entrar tampoco a nosotros, a pesar de nuestros pasaportes extranjeros. Retrocedimos y el chofer propuso un rodeo, otro check-point, a diez kilómetros del primero. Tampoco allí pudimos entrar.
En el tercer check-point decidimos dejar el vehículo y pasar caminando, unirnos a los centenares de personas que habían elegido el mismo camino. Luego de dos kilómetros polvorientos pudimos por fin entrar en Belén.
Era una ciudad fantasma, la iglesia de la Natividad desierta, sólo unos franciscanos de hábito marrón rezaban en silencio. Belén había sido renovada y mejorada con la ayuda internacional para festejar el jubileo, 2 mil años de historia conocida. Pero los hoteles de cuatro estrellas estaban cerrados con candado, con agujeros de balas en todas las paredes y ventanas rotas. La provocativa visita de Ariel Sharon a la montaña del Templo, el lugar de Jerusalén que los musulmanes sienten como uno de los lugares más sagrados de su culto, había desencadenado la segunda intifada y Belén había sido bombardeada por el ejército israelí.
De regreso cenamos en el campo de refugiados de Deheisha, en las afueras de Belén. Allí viven 6 mil personas, muchas familias que han vivido allí por tres generaciones, desplazados en el año 1948, año de creación del estado de Israel.
Compartimos una cena simple en el comedor del campo, en donde las delegaciones acostumbraban ser recibidas. Hablamos con maestros, más de 3 mil niños viven en el campo, las escuelas tienen clases de sesenta niños, no hay casi maestros, no hay casi libros, el desempleo en Deheisha es casi del setenta por ciento.
A las diez de la mañana, ya de vuelta en Ramallah, nos despertó el teléfono. Un atentado había causado una decena de muertos en Jerusalén y nos aconsejaban esperar, no se podía entrar en la ciudad.
El resto es historia; los tanques empezaron a acercarse a Ramallah en pocas horas y los helicópteros a circular sobre la oficina de Yasser Arafat, a quien los israelíes hacían responsable por los atentados. Fuimos evacuados por nuestras respectivas embajadas.
Ya en Jerusalén la atmósfera era densa, en el lobby del Hotel Ambassador nos juntamos todos los evacuados. Médicos alemanes, ingenieros ingleses, maestros franceses, monjas indias, intercambiamos direcciones, filmamos, hicimos entrevistas, todos esperaban volver pronto. Los médicos habían dejado pacientes en pleno tratamiento, los maestros clases enteras, los ingenieros estaban construyendo caminos y carreteras, las monjas se ocupaban de niños huérfanos.
El lobby del hotel se convirtió en la sala de espera en donde los que han logrado evitar el naufragio se encuentran esperando ser salvados y llegar a playas más seguras, siempre sabiendo que uno lleva consigo el recuerdo y la culpa de no ser uno de los ahogados.
|