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Pareja de indios llorando.
Tira de la Peregrinación |
Entre el indio muerto y el indio vivo
Ana Paula Pintado
La gran utopía de la conquista de México consistía en crear una nación fuerte, vigorosa y homogénea; cultural y racialmente. El indio era la pieza que debía de encajar en esta gran utopía. A través del trabajo misional, primero el bautismo y luego la doctrina, se buscaba recuperar su “naturaleza humana” y “reorientar su destino”.
Paradójicamente, al mismo tiempo que se rechazaba al indio vivo, los criollos acogieron los símbolos prehispánicos para usarlos como emblema de una nación en construcción; una nación que ya buscaba su independencia frente a la Corona Española. Tal es el caso del arco triunfal que en 1680 Sigüenza y Góngora, por encargo del cabildo de la capital, ejecutó. El objetivo era mostrar el poder del virreinato y para ello se plasmaron, además de otras imágenes, dos tlatoanis mexicas. Pero eso nada tenía que ver con la realidad que se estaba viviendo en esos momentos con los indígenas, pues ni su poder ni su idiosincrasia eran respetados. Era sólo una estrategia política. Como fray Servando Teresa de Mier, que durante los festejos del 12 de diciembre de 1794 declaró que los mexicas ya eran cristianos antes de que llegaran los españoles. Intentaba mostrar a la Corona Española que no eran esos “salvajes” con creencias extrañas. Este es el momento donde comienza no sólo la muerte del indio vivo, sino también la ruptura entre su imagen y su significado y, más allá de esto, entre nosotros mismos.
La estrategia colonialista tocó varios puntos, pues no sólo se debía convencer a los españoles de la “verdadera identidad del indio”, sino había que transformar el pensamiento indígena. Al descubrir que la debilidad de los aztecas era el temor al fin del mundo, los españoles transformaron el significado de los dioses prehispánicos, temidos y venerados, en dioses que buscaban la paz, mandando un mensaje opuesto al del fin del mundo. El ejemplo más conocido es el de la Virgen de Guadalupe. Sabemos que el lugar donde se le aparece a Juan Diego era el sitio sagrado de Tonantzin, Cihualcóatl o Coatlicue, la mujer culebra. Según el mito prehispánico, Tonantzin fue la primera mujer en dar a luz, era la protectora de los partos y de las mujeres muertas al parir. Era venerada y a la vez temida (como muchas deidades prehispánicas o contemporáneas), pero cuando aparece la Virgen de Guadalupe, la Tonantzin ya no es la mujer culebra, pues ahora su misión era mantener la paz entre los españoles y los indígenas y crear una nueva identidad, la del mexicano.
Indios echados a los perros, grabado europeo |
La Virgen de Guadalupe representa la contrariedad del mexicano que rechaza al indígena vivo y acepta al indígena muerto con su verdadero pensamiento. Es el parteaguas entre un pasado doloroso y un presente que busca fortaleza a través de la nueva raza, pero encubre al indígena actual. Tal y como los trabajos de Octavio Paz y Luis Villoro habían desarrollado, cada uno con sus propias perspectivas.
Desde entonces, a ese indio, al indio vivo, al que aún acogía el verdadero significado de sus símbolos, al que aún cree que la Virgen de Guadalupe es la serpiente (como es el caso de los tarahumaras de las barrancas de Chihuahua, entre otros pueblos indígenas), se le encierra bajo llave. Muchos de ellos han sido expulsados de sus tierras originales o se han marginado a sí mismos, viven alejados en las sierras, las selvas o los desiertos, sobre todo los que viven en la región norte y occidente del país. Muchos de ellos lo hicieron como estrategia de sobrevivencia, como los tarahumaras, los tepehuanos del norte, los coras, los seris, los mayos, los yaquis, los pimas y los guarijó, entre otros. Después de muchas guerras, optaron por la resistencia pasiva y se alejaron a las partes abruptas de la sierra (salvo los mayos y los yaquis) para no perder su sentido más profundo de la existencia, su pensamiento.
Mientras tanto, el indio muerto, el tótem resignificado, es trascendental para implantar la originalidad y grandeza de México. Ese tótem, es decir, el águila devorando una serpiente, las esculturas de guerreros aztecas con cuerpos de romanos o nuestro bellísimo Museo de Antropología, cuya parte contemporánea (las salas de etnografía) no se equipara a la grandeza y esplendor de la parte prehispánica.
Asimismo, siguiendo la tradición de lo muerto, al indígena vivo lo preferimos manifestado en el objeto o lejos de nosotros. Por ejemplo, si vamos de turistas a la ciudad de Chihuahua, pasamos de largo por donde están las tarahumaras pidiendo limosna y preferimos entrar a una boutique de artesanías a comprar un muñequito tarahumara y poco importa quién la hizo. Posiblemente fue la señora que no quisimos mirar.
Esa imagen nos perturba, pues nosotros, los que no somos indígenas, buscamos la esperanza, la reconciliación con nosotros mismos, el futuro prometedor. El indio vivo no nos lo resuelve, porque desconocemos su sabiduría, su profundo pensamiento y sólo vemos lo que nuestros ojos alcanzan a mirar.
Y es que así hemos sido educados, así ha sido nuestra política nacional, así se refleja en nuestros libros de texto. A partir del virreinato, poco a poco el indio ha ido insertándose en la imagen de distintos procesos políticos, pero en pocas ocasiones es presentado de manera completa, con su verdadero significado. Son importantes y valiosos nuestros emblemas nacionales (del pasado y del presente) siempre y cuando mostremos también su verdadero significado, su sabiduría, su grandeza de pensamiento, su complejidad y su diversidad. Quizá, al aprender de ellos, podremos reconciliarnos con nosotros mismos.
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