Hugo Gutiérrez Vega
Un libro de Annunziata Rossi (II Y ÚLTIMA)
El texto sobre Luigi Pirandello narrador establece un interesante paralelo entre el siciliano y el “nivolista” español, don Miguel de Unamuno. Augusto Pérez, el personaje de la “niebla” unamuniana, comparte muchos aspectos de la vida y de la muerte con el difunto Matías Pascal, el sólido y confundido ente de ficción de la novela de Pirandello, El difunto Matias Pascal. El español y el italiano comparten las preocupaciones de Pirandello sobre el autor y los personajes, sobre las máscaras que utilizamos para enfrentar la realidad y, de manera muy especial, sobre “la antinomia vida-forma en la obra creativa del escritor”. El gran teatro del mundo, de don Pedro Calderón de la Barca, yace en el fondo de esa temática. Recordemos las palabras del autor: “Mortales que aún vivís/ y ya os llamo yo mortales/ porque en mi presencia iguales/ antes de ser asistís;/ aunque mis voces no oís/ venid a aquestos vergeles/ que, ceñido de laureles, cedros y palma os espero,/ pues aquí, entre todos quiero/ repartir estos papeles.” Pirandello dedica varias obras a la problemática del autor y los entes de ficción tanto en su teatro como en su narrativa. En sus racconti persiste en el tema y logra el estremecimiento mayor en “La luna”, un cuento de amor y de locura que crece en el complejo corazón del “kaos” siciliano.
Para mi generación, Hermann Hesse es un escritor emblemático. Lo leíamos con pasión y entusiasmo, lo citábamos en nuestros pomposos discursos y El lobo estepario, Demian y El juego de abalorios guiaron muchos de nuestros pasos en la vida y en la literatura. Por todas estas razones, Rossi lo considera un outsider y, en cierta medida, un profeta de lo que más tarde sería el underground artístico. Como un homenaje al autor de Demian quiero recordar un fragmento de uno de sus poemas en prosa: “Tú, mi primera, mi rubia coronada de primavera. A veces te contemplo desde el cuadro primaveral de Sandro Botticelli con los rasgos del olvido.”
Nuestra autora observa la obra de Thomas Mann desde dos perspectivas: la literatura y la política. Analiza, con deleitosa morosidad, los pensamientos del enfermo Hans Castorp en su montaña mágica, así como los debates de Naptha y Settembrini; considera que los Budenbrook son “la plataforma humana y artística de la obra manniana” y nos confiesa su preferencia por las obras en las que la brevedad agrega tensión espiritual y condensación lírica a la palabra: La muerte en Venecia y Mario y el mago.
En el ensayo dedicado a Elías Canetti, el autor sefardí nacido en la ciudad danubiana, la Rushtuck búlgara situada al lado de la Russe rumana, la figura de la madre es la que da el lenguaje, la forma de expresión al joven que deseaba escribir. Ese lenguaje era el alemán. Rossi ve al multifacético autor en todas sus ricas vertientes: el ensayo, las memorias, el comentario político y la crítica moral. Se interesa sobre todo por sus temas relacionados con el poder, sus grandezas y miserias, sus trampas y sus horrores autoritarios. Hace poco le recordé a nuestra autora que Canetti, ya muy anciano, visitó al médico. Después de la reunión el facultativo le dijo, con precisa naturalidad teutona, que le quedaba muy poco tiempo de vida. Canetti le comentó: “Doctor, yo me moriría con mucho gusto, pero de momento no tengo tiempo.”
El Umberto Eco que estudia Annunziata Rossi no es el de los apocalípticos y los integrados, ni el de la crítica de los medios masivos o el de los profundos análisis semióticos. El que le interesa es el novelista que recorre los caminos medievales con su visión moderna, el que llega a las raíces más sustanciosas de la cultura europea. Por eso goza los comentarios sobre El nombre de la rosa.
Nuestra autora no oculta su preferencia por Pavese, el poeta de Lavorare stanca, el novelista bien anclado en su momento histórico y el autor del estremecedor ensayo El oficio de vivir. También se entusiasma con el poeta Eugenio Montale y lo analiza desde la atalaya de dos libros esenciales en su vida y en su obra: Ossi de sepia y Le occasioni.
Quisiera terminar estos comentarios pensando en dos momentos fundamentales en la historia de las letras italianas: uno se desarrolla en el jardín de Manzoni y el otro nos ubica en la terraza de la casa paterna de Leopardi, mientras, sobre nuestras cabezas, brillan las vagas estrellas de la Osa Mayor.
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