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Enrique Héctor González
Saki: el pudoroso encanto de la crueldad
“El humor es mera cortesía de la desesperación”, arguyó alguna vez Georges Duhamel; es decir, una forma de hacer soportable la ingente incertidumbre de estar vivo. Nada menos, pero nada más. La literatura adiestrada en triturar el tiempo de tan generosa manera ha consentido voces que lo mismo pactan con el buen gusto del ingenio y la amenidad que, un tanto más desesperadas que corteses, urden un laboratorio donde la ironía y la paradoja extreman su desconsideración: se llega entonces a lo que se ha dado en llamar, con equívoca, daltónica fortuna, el humor negro.
Entre los cofrades de esta segunda tendencia, nadie de más recomendable lectura que Saki (1870-1916), seudónimo –enajenado de los Rubaiyat de Omar Khayyam– del cuentista inglés Hector Hugh Munro, nacido en una región de Indochina que ha sido llamada Birmania lo mismo que Burma o Myanmar. Humor y atrocidad, regocijo y pánico, elegante contención y no menos distinguida gracia para aludir a lo satánico y lo abominable, son los ingredientes que se funden en su escritura. Borges, ese epígono de la vocación estilística, lo prefirió y tradujo en su momento. Otros de sus provechosos lectores fueron asimismo Chesterton y Graham Greene.
Muchos relatos de Saki están protagonizados por animales, bestias que, en el espejo, detectan, reflejan, magnifican la imbecilidad de sus dueños, como el gato Tobermory del cuento homónimo que, enseñado a hablar por un genio frustrado, ventila con flemática infamia la hipocresía de sus amos y vecinos en esas reuniones victorianas que de niño Saki padeció al quedar al cuidado de un par de tías tan cretinas como presuntuosas. Tal aversión siente el narrador o el protagonista de las historias sakianas por la sevicia y la estupidez, que a menudo el colofón de sus relatos se traduce en un premio final al perverso. Junto a la proyección de lo humano en lo animal, esta característica cierra historias donde el horror se impone naturalmente y quien lo desata o convoca recibe de alguna forma su recompensa.
Tan deliciosa provocación al lector repta bajo las apacibles aguas de una prosa que peca de preciosista. El hastío vital de los personajes no les impide ser astutos y malévolos, como un Odiseo que cobrara conciencia del infame fariseísmo de Atenea, de cómo bajo el velo de su protección se esconde la estulticia de una madre manipuladora. Clovis Sangrail es el protagonista de un buen número de cuentos donde, fastidiado por una conversación banal, da rienda suelta a ocurrencias atroces y absurdas, a historias dentro de la historia que primero magnetizan a los interlocutores y luego los hacen estallar de pasmo, incapaces como se muestran de desternillarse de risa o pactar por conveniencia con situaciones impermeables a la cordura.
Los puntuales, precisos retratos de Saki, quizá tomados al natural de azarosos modelos de la sociedad inglesa más conservadora, son ingeniosos y despiadados como conviene a quien, para fustigar la persistente, grosera extravagancia de una tal Lady Isobel, sabe apelar a que “las malas lenguas aseguraban que dormía en una hamaca y que era capaz de entender los poemas de Yeats”. Porque en Saki, como en los grandes cuentistas, no hay desperdicio, y el humor siniestro y taimado de las Crónicas de Clovis o El huevo cuadrado guiñan siempre, con ojo oblicuo, directamente al lector.
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