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Kennedy Toole, el infeliz burlón
Ricardo Guzmán Wolffer
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El caso de notable escritor John Kennedy Toole (1937-1969) plantea la oportunidad de establecer cómo un autor que pasa a la posteridad como un prosista esencialmente bufo (no por ello tratable con menor seriedad) puede o no reflejar su vida y su inclinación humorística en sus obras. Kennedy no logró publicar ni una novela en vida. No se puede afirmar que decidió suicidarse sólo por esa circunstancia, pero pudo tener que ver con ese final trágico, acontecido a los treinta y dos años.
Su obra más conocida es La conjura de los necios, donde un personaje verdaderamente peculiar (un genio, si consideramos la cita inicial del libro, del propio autor), Ignatius Reilly, no sólo se enfrenta a las más disparatadas situaciones, sino que analiza todo aquello que está a su alrededor, lo que incluye el vestir de las personas, el movimiento de los autos y cosas por el estilo, bajo la óptica de un analista loco o muy profundo, todo depende de cómo se vea, que no deja de ser divertido, en parte por ocurrente, en parte por resultar notable que a partir de, por ejemplo, el uso de ropa nueva y cara pueda suponerse que el usuario de tal ropaje pueda tener o no “teología o geometría”. Con San Francisco como escenario, la prosa en primera persona de Reilly nos recuerda los dislates de Groucho Marx y las acciones, los gags visuales, de Keaton. Sobran los pasajes memorables del texto, como cuando al intentar vender hot dogs en la calle, Reilly se exhibe como un chalado sorprendente, pues luego de regatear el uso del uniforme y de escoger el carrito que le asignan, se atraganta con parte de la mercancía, niega la venta a un adolescente (argumenta que le hará daño y que el comprador tiene “un cutis repugnante”) y después llega con el contratista argumentando haber sido robado, mientras despotrica contra adolescentes, transeúntes y el sistema político completo. Al final, el anciano lo manda a descansar a su casa y acuerdan que Reilly volverá al día siguiente. Todo, piensa Ignatius, con tal de que su madre no piense que es un bueno para nada. Reilly inventa apreciaciones estrambóticas para justificar sus acciones, usa el lenguaje como un arma de plástico que, lejos de espantar, rasguña y hace cosquillas, mientras lucha con su madre, los policías y, en general, un mundo que le es hostil, pero que él rechaza con una vehemencia que sólo puede resultar risible de tan disparatada.
Reescrita en varias ocasiones antes del deceso forzado, La conjura... fue una publicación póstuma gracias a la necedad de la madre, quien dedicó los últimos años de su vida a obtener esa publicación. Una vez lograda, se dedicó a actuar partes de la obra y a hacer lecturas públicas para la difusión de esta novela que logró, en forma póstuma, el premio Pulitzer. A partir de la lectura de La conjura…, uno supondría a un autor francamente divertido, con el chiste a flor de piel y con la capacidad de identificar la diversión en cualquier situación. Lo cual coincide poco con el perfil medio del suicida.
En contraposición a La conjura... tenemos La Biblia de neón, su primera novela, también de publicación póstuma. Escrita a los dieciséis años, se publicó después de La conjura..., tras una serie de litigios existentes entre los herederos del padre y la madre. Las aventuras disparatadas del personaje de La conjura… chocan brutalmente con la historia de La Biblia de neón, donde se narra la historia de un pequeño que vive en precarias condiciones económicas en un poblado gringo, francamente rural, donde la diversión comunitaria son los espectáculos de predicadores religiosos itinerantes o iluminados religiosos, que en carpas recorren las pequeñas ciudades para “convertir” escuchas y, por supuesto, cobrar las aportaciones voluntarias. En esta población no falta el pastor que decide qué es bueno y qué es malo. De ahí que la vida de David transcurra a sobresaltos, entre el arribo de la tía Mae, corista y cantante que llega a vivir con la hermana, el padre violento que se va a la guerra (y no regresa) y la madre que termina en las peores condiciones mentales, prácticamente encerrada en la casa que David, ya mayor, comparte con ella luego de que la tía se fuera a trabajar de cantante a otra ciudad, después de años de vivir con él y su madre. La Biblia de neón tiene un final trágico (David mata al pastor que, luego de saber que la tía se ha ido, decide ir por la madre para llevársela al asilo mental) y ese final corresponde a una narración sobria y eficaz, pues son las acciones las que muestran el pensamiento de los personajes que apenas logran captar lo que está pasando dentro y fuera de ellos. Para un escritor de apenas dieciséis años, resulta una obra destacable.
Estamos ante un autor que a esa edad veía con claridad la realidad rural de Estados Unidos, comprendía muy bien la estratificación social y captaba la esencia de muchos personajes sociales (la maestra abusiva e ignorante, los campesinos que luchan con el entorno, el machismo y la idea social de progreso que en su momento llevó a muchas mujeres a trabajar como obreras ante la partida de sus hombres), pero de humor nada. En cambio, con la lectura de la desternillante La conjura…, uno supondría que ese mismo autor debió optar por la parte soleada de la vida, luego de mostrar una seriedad juvenil en su escritura. Como si el tiempo le hubiera permitido advertir el lado risible de lo cotidiano y cómo una imaginación ejercida con libertad podría llevarlo a estar en comunión con una sociedad de la que, claramente se advierte, incluso en La conjura…, no se sentía parte. Ni se diga en La Biblia de neón. Pero el suicidio habría de mostrarnos que esa alegría en su creación no había llegado al interior del hombre, cuyo sentido del humor es innegable en La conjura… Para muchos, la risa es una protección de las personas contra la vida real; para Kennedy Toole no fue suficiente. Lástima que no se quedó para escuchar las carcajadas provocadas por La conjura de los necios, un imprescindible de la literatura contemporánea estadunidense.
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