Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Lunes 26 de diciembre de 2011 Num: 877

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Barroco y tabula rasa o de la poesía poblana actual
Ricardo Yáñez entrevista con Alejandro Palma

Caras vemos,
sueños no sabemos

Emiliano Becerril

Dos prendas
Leandro Arellano

Un sueño de manos rojas
Bram Stoker

Kennedy Toole,
el infeliz burlón

Ricardo Guzmán Wolffer

Columnas:
Galería
Alejandro Michelena

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Perfiles
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Caras vemos, sueños no sabemos

Emiliano Becerril

Para muchos los sueños son anecdóticos, un pretexto para conversar en la mañana mientras se calienta el café y la tostadora quema el pan que después hay que rasgar con un cuchillo haciendo el consabido sonido del frufrú integral; para otros son un acertijo, una gran pregunta que esconde el verdadero sentido de la ambigüedad cotidiana y que debe interpretarse con una frescura todavía onírica mientras uno se mira adormilado frente a la perplejidad del espejo matutino; para otros son una premonición contundente, una profecía o una advertencia que no puede dejarse de lado, y para otros, quizás también para estos últimos, se trata básicamente de una superstición, de la orden de una fuerza mayor. Así, antes de que se “inventara” el inconsciente ‒y de que por lo tanto se supiera que soñar con un mono que habla en realidad era soñar con alguna vecina del edificio‒, soñar no podía ser otra cosa que recibir epifanías teológicas, al grado que si se soñaba con la doncella narizona del jefe del pueblo, el destino entraba en un problemón místico. Los egipcios tenían a su dios del sueño, Serapis; los griegos a Morfeo y los asirios a Mamu, dioses de lo mismo. En un lenguaje sin nombre ni abecedario, los sueños han estado siempre presentes, han traducido la realidad, han sido su reflejo y, como tales, han sido también reflejo de la época en que se sueña: están hechos a la medida de su momento y un poco de sus pasados. Se sueña con los personajes de la época y con los problemas de la época, y esto se hace y se “resuelve” con la narrativa onírica y posible de la época; vamos: dependen de su tiempo. Jacobo Siruela, abocado al tema en su libro Bajo los párpados (Atalanta, 2010), lo expone claramente: “Tanto el fenómeno onírico como el de su interpretación siempre se encuentran bajo el influjo histórico y cultural de cada soñador.” Y es que los sueños son una materia histórica, no sólo porque retratan el tiempo, sino porque influyen en él. Esto es tan cierto como que poco antes de que naciera Freud y su interpretación de los sueños, Otto von Bismarck emprendió la conquista de Austria en gran medida debido al sueño que tuvo y transmitió a Guillermo I, y mucho antes, sólo por poner otro ejemplo, el cartaginés Aníbal invadió Italia después de soñar con un terrible monstruo “mandón” (a su manera). Los sueños son una mezcla indisoluble entre realidad y fantasía, ciencia y esoterismo, lo explicable y lo inexplicable; una confusión poderosa que, dependiendo del estado de ánimo y las creencias de quien los experimenta, ejerce un poder particular sobre el mismo. Siruela comparte el ejemplo de la periodista Charlotte Beradt, quien durante un lustro de la década de los años treinta “se dedicó a recolectar los sueños de la gente más dispar de Alemania”, y descubrió que prácticamente en los más de trescientos sueños recogidos había un común denominador: “el clima social de la Alemania del Tercer Reich”; todos se soñaban vigilados. En efecto, “La vida es sueño”, y los sueños son un acertijo crucial para nuestro entendimiento, una didáctica que desde su lenguaje “irreal” muchas veces es más elocuente que cualquier análisis, sea éste freudiano o de Artemidoro y su Oneirokritiká, un tratado del siglo menos dos sobre la interpretación de los sueños y sus alegorías; o de los chinos, que tenían su libro de interpretación de los sueños en el Meng Shu.

Hieronymus Bosch, El jardín de las delicias (detalle), panel central

El Centro de Estudios Oníricos, de Chile, recoge algunos ejemplos de sueños individuales, grupales o incluso simultáneos que han transgredido al destino; ahí sobran las anécdotas. Y también en el libro de Siruela, donde apunta que Ted Hughes decidió dedicarse de lleno a la poesía después de soñar con un zorro rojo; y que Giuseppe Tartini escribió La sonata del Diavolo después de haber soñado que el diablo tocaba maravillosamente su violín y de haberla transcrito al día siguiente. “¿Es que saben los que duermen quiénes son?”, se pregunta al aire Ramón Gómez de la Serna en una de sus greguerías. Y en ese momento entendemos más aún el hecho de que el argumento de El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, venga de un sueño; y no es para menos, ya que esa novela trata de la dicotomía entre dos morales, entre lo obscuro y lo claro, o la dualidad de dos hombres que se complementan como la noche y el día o el sueño y la conciencia: Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Cuentan que cuando la esposa de Stevenson despertó a su marido, creyendo que éste tenía una pesadilla, el escritor se levantó profundamente molesto y dijo que por qué, si estaba teniendo una magnífica historia de terror, a fine “bogey” tale. Algo habrá que agradecerle a esa señora, digo yo. Julio Cortázar escribió el cuento “Casa tomada” después de tener una pesadilla aislada, si puede decirse, y mucha gente interpretó el sueño como una “alegoría al peronismo y la situación argentina”. Si bien es cierto que Cortázar afirma que no escribió el cuento con esa intención, tampoco descarta del todo que esa “traducción simbólica” tenga validez, precisamente por el espíritu que rodeaba a su país en el justo momento de escribirlo: quizás su respuesta fue conciliatoria, pero de cualquier forma todos han pasado por el reino de Serapis. Mi hermano le decía quesadillas a las pesadillas.